lunes, 10 de julio de 2023

INVISIBLE

INVISIBLE

Siempre temprano. Cuando aun apenas el sol se desperezaba y las calles despertaban al día, Raúl cruzaba la avenida. Despacio, con paso monótono, oteando los edificios. 

Y siempre los mismos personajes. 

Aquella pareja que esperaba el autobús de la línea Carballo-Coruña. Los empleados del Bazar EuroAsia que debían cumplir con el impositivo horario capitalista llegado de la revolución roja. Aquel padre que apurado guiaba a su niña a la guardería mientras le sonreía fingidamente. 

Sonaban los platos y las tazas de café que corrían la barra del Bar Plaza, mucho más llena en los días de invierno que en las jornadas cálidas del estío.

La furgoneta de la panadería Vidal, siempre en doble fila, frente al despacho del Ultramarinos de Amparo.

Jairo y  Miguel, juntos, con las mochilas a la espalda caminaban hacia el colegio. Hablaban atropelladamente de los goles que meterían en el recreo contra el equipo de 5º.

La calle repetía la estampa monótona jornada tras jornada. A veces, a lo largo de las casas, se abrían los ventanales para aspirar el aroma del fresco despertar de la vida. En uno de ellos, asomaba -tras la cortina- una figura femenina esquiva. Alguien aseguraría que era muy hermosa si verdaderamente pudiese ser observada, pues sólo eran unos segundos apurados que impedían distinguir sus rasgos.

El rumor de la persiana metálica del taller mecánico rugía siempre como el símbolo de la muerte definitiva de la quietud nocturna.

Y Raúl, como todos los días, se paraba delante del vendedor de la Once a comprar su número. El invidente siempre le saludaba, incluso le daba conversación, pero Raúl apenas atendía a lo que sucedía, mientras su mirada seguía volando hacia otros lugares. 

Unas veces llevaba el 5; en otras el 7; en ocasiones escogía la misma fecha del calendario, y en la mayoría de los casos era el vendedor quién le otorgaba el boleto.

Luego Raúl seguía, monótono, su camino hacia su trabajo mientras la calle asistía ciega a una jornada más.

Y al otoño, le sucedía el invierno. Y a los árboles desnudos del frío les saludaba la primavera que fue dejando paso a un cálido y tórrido verano. Algunos personajes del lienzo callejero cambiaron... Pero el paisaje era muy semejante.

Llegó un nuevo otoño. Y de nuevo la vitalidad inundó la avenida. Todos volvían a representar su papel en aquel cuadro callejero. La pareja que espera el autobús, los trabajadores del bazar apurando sus cigarrillos, el papá estresado, los clientes de la cafetería, el repartidor del pan, la siempre amable Amparo, el bramido del taller mecánico...

Y en la ceguera habitual de la vida, solo el vendedor de la Once era consciente que Raúl recibía y correspondía todas las mañanas a la mirada furtiva y ardorosa de aquella figura tras el cortinaje.

No son necesarios los ojos para ver la auténtica realidad. La mirada más sutil y sabia es la del corazón.