EL IDIOTA
I
Siempre lo hacíamos. No es que
nadie quisiera reírse de él. Pero, en ocasiones, era tan torpe, tan negligente,
tan alocado, tan poco sutil.
Claro que éramos todos amigos.
Todos, sin exclusión, formábamos la pandilla. Y en una pandilla cada uno tiene
su papel.
Aquella tarde, en el lago, nada
iba a ser distinto. El verano apretaba, con especial saña, y las tardes se
hacían pesadas, largas y, por momentos, muy aburridas. Habíamos bebido unas
cervezas. Lo propio de unos adolescentes. Y yo miraba a María como quien aspira
a conquistar un tesoro. Ella me sonreía pero… María sonreía a todos. Era la
aspiración de todos los jóvenes del pueblo.
La tarde calurosa nos cegaba y
nos mecía en su desidia. Frente al lago, jugábamos a tirarnos al agua. Nos
retamos. Como tantas otras veces.
-¡Desde la roca negra!
Y yo, sin dudarlo, mirando para
ella… subí… Subí y me tiré. Sin pensarlo. Me tiré de cabeza, aunque tenía
miedo. La roca negra estaba elevada y el lago no tenía mucha profundidad. Al
entrar en el agua me pareció rozar con los pies un tronco o una piedra. Cuando
mi cabeza sobresalió a la superficie escuché los vítores de todos y miré para
ella. Y ella me estaba mirando… y creo que me miraba admirada. Le guiñé un ojo
y ella repitió la complicidad. Por la noche le pediría acompañarla hasta su
casa.
Y luego, como si todo fuera el
sencillo guion de un relato escrito, lo dije.
-¡Desde el balcón! ¡Desde el
balcón!
Habían abierto más cervezas.
Hacía muchísimo calor. Y yo señalaba el balcón, aquel mirador pétreo que
coronaba la parte superior de la Roca Negra. Sabíamos que era una temeridad,
pero también sabíamos que había chicos que se habían tirado desde allí.
Todos nos reíamos. Nos retábamos.
Nos empujábamos. Esa especie de baile insensato y animalístico que caracteriza
al sexo masculino. Fue entonces cuando me acerqué a él.
-Julián, ¡a qué no tienes huevos!
El esquivo mi mirada. Pero, de
pronto, se hizo el coro.
-¡Julián no tiene huevos! ¡Julián
no tiene huevos!
Y yo, cegado en mi locura,
abrasado por el sol que asfixiaba y entorpecía nuestro entendimiento
convirtiéndonos en salvajes bestias, me acerqué a Julián y le susurré al oído:
-Seguro que si te tiras, María te
da un beso. Veo que te lleva mirando toda la tarde.
Y el muy idiota, con sus ojos
abiertos como platos, me miró, cruzó sus ojos hasta el Balcón, volvió a mirar a
María, y se levantó.
Un atronador aplauso masculino.
Las risas de las niñas. Solo eso y un sol abrasador que parecía querer encender
llamas de tragedia aquella tarde.
-¡Julián!- gritábamos al
unísono.- ¡Julián!
Allí arriba me pareció distinto.
Y observé que temblaba. Gritos de alborozo, de ánimo… y de pronto, tras mirar
para mí y para María, se lanzó. Un eterno silencio se hizo dueño del paisaje.
II
Regreso muy pocas veces al
pueblo. Desde que comencé la Universidad solía decirles a mis padres que
prefería que ellos viniesen a Madrid a verme. Les decía que así no perdía
tiempo en estudiar. Y la verdad es que no les defraudaba en ese sentido. Fui
número uno de mi Promoción y premio extraordinario de la Carrera.
Ya antes de graduarme tenía
varias ofertas laborables muy interesantes. Acepté una de ellas. Eso me
permitió alejarme definitivamente del pueblo.
Pero hoy estoy aquí. No me
quedaba más remedio. Mamá me acompaña. Desde que papá falleció, la casa está
cerrada. Pero ahora debemos arreglar algunas cosas para desvincularnos de
aquellas propiedades definitivamente. Desvincularnos de todo. De aquellos
veranos eternos e infinitos, de aquellas tardes agónicas de calor.
Dejo a mamá en casa. Está saludando
a las vecinas. Yo prefiero coger el coche y alejarme de allí.
Pero, cuando estoy saliendo del
pueblo, lo veo. Va en su silla de ruedas, por el arcén, con la misma cara de
idiota de siempre. Aquella cara que le hizo saltar desde el Balcón aquella
tarde calurosa.
Decido seguir. Hacer como que no
lo veo. Pero freno el coche.
No sé porque lo hago. Hace 15
años que no lo veo y que no hablo con él. ¡No sé porque coño he tenido que
parar!
Lo saludo con la mano. Me mira y
se le ilumina la cara. La misma cara de idiota de siempre y la misma sonrisa
generosa.
Se me acerca. Y él comienza la
charla. No hay ningún reproche. Ningún dardo escondido. Realmente se le nota
muy feliz de verme. Me pregunta por el resto de la pandilla. Yo tampoco sé
mucho de ellos. Hablamos un largo rato. Intento no mirar su silla de ruedas. Solo
mirarle a la cara… y él nota mi angustia.
-No te preocupes. Lo bueno de
estar “motorizado” es que, aunque beba, no me quitan los puntos.
Sigue siendo un idiota. Pero hay
algo en él extraordinario. Algo mágico, especial… algo que no supimos ver hasta
aquella tarde asfixiante de verano. Julián es valiente con la vida. Valiente
hasta en la desgracia. Mucho más valiente que aquellos “idiotas” que nos
considerábamos superiores.
-No quiero entretenerme más.- me
dice.- Pero si vuelves por el pueblo pasa a verme y tomamos unas cervezas y nos
ponemos al día. Os echo mucho de menos. A toda la pandilla.
Y ahora, definitivamente,
cercioro que soy yo el completo “idiota”. Toda mi vida he sido un soberano “idiota”.
Cuando ya regresaba al coche,
escucho que me llama. Me giro y me dice:
-Y si ves a María, dile que se
tiene que pasar por aquí. ¡Qué me debe un beso!
Y una enorme sonrisa inundó la
mañana.