jueves, 19 de enero de 2023

REPRIMIENDOME

REPRIMIÉNDOME

Me había acostumbrado a darme la vuelta. A girarme y hacerme el dormido. A veces, incluso, solía emitir pequeños ronquidos como si Morfeo me hubiese atrapado entre sus garras y estuviese muy cerca de sumergirme en su fatal hipnosis.

En cuanto escuchaba abrir la puerta de la calle y sus pasos haciendo crujir levemente la tarima del pasillo, iniciaba mi ritual obligado.

Ella, mi mujer, siempre se desnudaba a oscuras. Apenas escuchaba caer su ropa. Notaba como se separaba el edredón y la sábana y como se acercaba a mí y me rozaba, delicadamente, con la inútil esperanza de encontrarme despierto. En ocasiones, le escuchaba susurrar mi nombre matizando con dulzura todas las sílabas. Y sus dedos se enredaban en mi pelo recorriendo mi piel con exquisita ansiedad.

Yo seguía sin moverme aunque se erizaba el deseo y la sensualidad me invadía. Ella, finalmente, ante mi quietud, mi pasividad absoluta, también se daba la vuelta y se dormía. Olía a azahar y a deseo.

Cuántas veces dudé en rendirme a la tentación. Pero tenía que ser fuerte. Sabía que por la mañana, cuando despertase, ella ya no estaría. No podría estar. Mi mujer había muerto hace diez años.

 

TARTAS

TARTAS

 Desde que Carmen no está, la chica de la panadería me trata con un cariño inusitado. Un cariño y una atención que ha crecido como la espuma.

Hace tres años nos mudamos a vivir a la casa antigua de mis suegros que rehabilitamos en Perillo. Y todos los fines de semana coincidía con ella al comprar el pan.

Bueno, el pan y la tarta de manzana que encargaba todos los sábados. Una tarta pequeña. Para Carmen y para mi. Solíamos tomarla en el porche los días calurosos. Nos gustaba tomarla a media tarde mientras saboreábamos un café y después de haber dado un largo paseo por el monte.

Siempre me sonreía y era agradable conmigo, pero nunca cruzamos más palabras que las más básicas de una relación entre un cliente y una vendedora en una panadería. Pero aquel domingo en que sólo cogí una barra pequeña de pan integral ella se sorprendió profundamente. Lo noté en su mirada.

Los sábados y domingos siguientes no hicieron más que aumentar su expectación. Hasta que un día me preguntó:

-¿Han dejado de tomar la tarta de manzana?- lo dijo con timidez, mientras envolvía el pan en una bolsa marrón de papel reciclado.

Yo no dudé en contestarle:

-Mi mujer se ha ido. No volverá. Y a mi nunca me gustó mucho la tarta de manzana.

Ella se quedó helada.

-¡Perdón!- balbuceó, mientras desviaba su mirada completamente avergonzada por el hecho de haber preguntado.

-No te preocupes.- le contesté.- A veces es mejor estar sólo. Además,- repetí con insistencia acompañándolo de una vaga mueca de complicidad- ya te digo que nunca me gustó la tarta de manzana.

Y desde aquel día ella se volvió especialmente amable. Siempre me saludaba con una enorme sonrisa. En ocasiones, si no había muchos clientes, manteníamos pequeñas conversaciones sobre temas intrascendentes como el tiempo. En cualquier caso, ella no dejaba de regalarme gestos agradables que yo agradecía y correspondía de igual forma.

Un tarde, cuando yo estaba barriendo las hojas que estaban delante de mi portalón, ella pasó en bicicleta. Enseguida nos reconocimos. Se paró y se acercó. Comenzamos a hablar con la disculpa de que desconocía cual era mi casa. El portalón estaba abierto y se veían esplendorosas las hortensias que estaban comenzando a llenar de luz todos los rincones. Ella me dijo que adoraba los jardines y yo la invité a conocer la finca. 

Fue un paseo agradable. Se asombró con el hermoso tejo que preside el porche trasero de la casa; le encantó el olivo que acompaña la escalinata de piedra que asciende hasta la piscina. No paraba de preguntarme por las muchas variedades de hortensias que coronaban los rincones, por el rododendro o por aquel magnolio tan preñado de flor. Pero lo que más le llamó la atención fueron los rosales que habían crecido en un lateral del muro, al pie de unos atrevidos palmitos tropicales. Habían brotado unas rosas extraordinarias, brillantes, con una riqueza de cromatidad intensísima y un aroma espectacular. Tanto le gustaron que me preguntó cual era el secreto para obtener flores tan llamativas. Le contesté que simplemente era conseguir una tierra muy bien abonada, como si estuviese viva, y mucho, muchísimo mimo con la poda. 

Insistió en que debía ser un experto para obtener resultados semejantes  y se lo negué. De hecho, le aclaré que ese rosal lo había plantado justo al día siguiente a la marcha de Carmen.

Ella hizo un mohín de condolencia, arrepintiéndose casi de preguntar tanto.

Y la tarde se fue mientras seguimos hablando. Cuando nos despedimos me dijo que tenía una finca preciosa y que agradecía mucho que se la hubiese enseñado. Le dije que cuando quisiese podía pasar a tomar un café. Me prometió que volvería y que traería una tarta de queso con fresa que era su especialidad.

Ella, ahora, está cada día más pendiente de mi, más cariñosa, más cercana. Todos los sábados viene a casa y trae su trata de queso con fresa. A veces se queda a dormir.

Han pasado ya cuatro meses y el ritual del sábado se ha convertido en una costumbre. 

De nuevo estamos en el porche trasero observando el jardín mientras tomamos un café con un suave licor de hierbas. 

La escucho hablar pero no distingo lo que dice. La miro y cruza por mi espíritu el mismo sentimiento que el día de Carmen. Me sonríe y bebe un poco de licor y me corta un trozo de tarta que sirve en mi plato. La llaman por teléfono y lo coge alegremente.

Observo la pala que hay al lado del muro. ¿De verdad nadie se da cuenta que no me gustan las tartas?

La observo mientras alegremente se ríe conversando. Y vuelvo a mirar la pala.

Pronto deberé abonar la tierra con algo vivo para que me brote un nuevo y magnífico rosal.

domingo, 15 de enero de 2023

EL IDIOTA

 

EL IDIOTA

 

I

Siempre lo hacíamos. No es que nadie quisiera reírse de él. Pero, en ocasiones, era tan torpe, tan negligente, tan alocado, tan poco sutil.

Claro que éramos todos amigos. Todos, sin exclusión, formábamos la pandilla. Y en una pandilla cada uno tiene su papel.

Aquella tarde, en el lago, nada iba a ser distinto. El verano apretaba, con especial saña, y las tardes se hacían pesadas, largas y, por momentos, muy aburridas. Habíamos bebido unas cervezas. Lo propio de unos adolescentes. Y yo miraba a María como quien aspira a conquistar un tesoro. Ella me sonreía pero… María sonreía a todos. Era la aspiración de todos los jóvenes del pueblo.

La tarde calurosa nos cegaba y nos mecía en su desidia. Frente al lago, jugábamos a tirarnos al agua. Nos retamos. Como tantas otras veces.

-¡Desde la roca negra!

Y yo, sin dudarlo, mirando para ella… subí… Subí y me tiré. Sin pensarlo. Me tiré de cabeza, aunque tenía miedo. La roca negra estaba elevada y el lago no tenía mucha profundidad. Al entrar en el agua me pareció rozar con los pies un tronco o una piedra. Cuando mi cabeza sobresalió a la superficie escuché los vítores de todos y miré para ella. Y ella me estaba mirando… y creo que me miraba admirada. Le guiñé un ojo y ella repitió la complicidad. Por la noche le pediría acompañarla hasta su casa.

Y luego, como si todo fuera el sencillo guion de un relato escrito, lo dije.

-¡Desde el balcón! ¡Desde el balcón!

Habían abierto más cervezas. Hacía muchísimo calor. Y yo señalaba el balcón, aquel mirador pétreo que coronaba la parte superior de la Roca Negra. Sabíamos que era una temeridad, pero también sabíamos que había chicos que se habían tirado desde allí.

Todos nos reíamos. Nos retábamos. Nos empujábamos. Esa especie de baile insensato y animalístico que caracteriza al sexo masculino. Fue entonces cuando me acerqué a él.

-Julián, ¡a qué no tienes huevos!

El esquivo mi mirada. Pero, de pronto, se hizo el coro.

-¡Julián no tiene huevos! ¡Julián no tiene huevos!

Y yo, cegado en mi locura, abrasado por el sol que asfixiaba y entorpecía nuestro entendimiento convirtiéndonos en salvajes bestias, me acerqué a Julián y le susurré al oído:

-Seguro que si te tiras, María te da un beso. Veo que te lleva mirando toda la tarde.

Y el muy idiota, con sus ojos abiertos como platos, me miró, cruzó sus ojos hasta el Balcón, volvió a mirar a María, y se levantó.

Un atronador aplauso masculino. Las risas de las niñas. Solo eso y un sol abrasador que parecía querer encender llamas de tragedia aquella tarde.

-¡Julián!- gritábamos al unísono.- ¡Julián!

Allí arriba me pareció distinto. Y observé que temblaba. Gritos de alborozo, de ánimo… y de pronto, tras mirar para mí y para María, se lanzó. Un eterno silencio se hizo dueño del paisaje.

 

II

 

Regreso muy pocas veces al pueblo. Desde que comencé la Universidad solía decirles a mis padres que prefería que ellos viniesen a Madrid a verme. Les decía que así no perdía tiempo en estudiar. Y la verdad es que no les defraudaba en ese sentido. Fui número uno de mi Promoción y premio extraordinario de la Carrera.

Ya antes de graduarme tenía varias ofertas laborables muy interesantes. Acepté una de ellas. Eso me permitió alejarme definitivamente del pueblo.

Pero hoy estoy aquí. No me quedaba más remedio. Mamá me acompaña. Desde que papá falleció, la casa está cerrada. Pero ahora debemos arreglar algunas cosas para desvincularnos de aquellas propiedades definitivamente. Desvincularnos de todo. De aquellos veranos eternos e infinitos, de aquellas tardes agónicas de calor.

Dejo a mamá en casa. Está saludando a las vecinas. Yo prefiero coger el coche y alejarme de allí.

Pero, cuando estoy saliendo del pueblo, lo veo. Va en su silla de ruedas, por el arcén, con la misma cara de idiota de siempre. Aquella cara que le hizo saltar desde el Balcón aquella tarde calurosa.

Decido seguir. Hacer como que no lo veo. Pero freno el coche.

No sé porque lo hago. Hace 15 años que no lo veo y que no hablo con él. ¡No sé porque coño he tenido que parar!

Lo saludo con la mano. Me mira y se le ilumina la cara. La misma cara de idiota de siempre y la misma sonrisa generosa.

Se me acerca. Y él comienza la charla. No hay ningún reproche. Ningún dardo escondido. Realmente se le nota muy feliz de verme. Me pregunta por el resto de la pandilla. Yo tampoco sé mucho de ellos. Hablamos un largo rato. Intento no mirar su silla de ruedas. Solo mirarle a la cara… y él nota mi angustia.

-No te preocupes. Lo bueno de estar “motorizado” es que, aunque beba, no me quitan los puntos.

Sigue siendo un idiota. Pero hay algo en él extraordinario. Algo mágico, especial… algo que no supimos ver hasta aquella tarde asfixiante de verano. Julián es valiente con la vida. Valiente hasta en la desgracia. Mucho más valiente que aquellos “idiotas” que nos considerábamos superiores.

-No quiero entretenerme más.- me dice.- Pero si vuelves por el pueblo pasa a verme y tomamos unas cervezas y nos ponemos al día. Os echo mucho de menos. A toda la pandilla.

Y ahora, definitivamente, cercioro que soy yo el completo “idiota”. Toda mi vida he sido un soberano “idiota”.

Cuando ya regresaba al coche, escucho que me llama. Me giro y me dice:

-Y si ves a María, dile que se tiene que pasar por aquí. ¡Qué me debe un beso!

Y una enorme sonrisa inundó la mañana.