DIGNIDAD
Secó las lágrimas que corrían por su mejilla como un torrente inagotable. Suspiró entre el pánico y la angustia. Apretó los puños conteniendo la rabia infinita que se acumulaba en su alma golpeada.
En su memoria volvía a aparecer la figura gris, opaca, violenta. Aquel rostro contraído y aquellos gestos despreciables.
¡Pareces idiota!...
Resonaban en su sien esas dos palabras... esas y otras muchas parecidas.
¡Imbécil! ¡No vales para nada!
Hundida en el barro inmisericorde del menosprecio continuo se había acostumbrado a la fragilidad eterna de un ser estéril e ineficaz.
Habituada a sentirse plenamente baldía, vacía de valor y capacidad, sujeta por la tiranía de la superioridad presuntuosa y vanidosa, había domado, sometido, esclavizado su voluntad con la finalidad exclusiva de evitar el conflicto, aquel lúgubre espacio donde siempre la violencia verbal acababa imponiéndose al sentido común.
Tantas y tantas jornadas de sometimiento, de dureza, de severidad ingrata e inmoral, que apenas era ya más que una marioneta que con terror divisaba los parajes oscuros que él iba creando cuando aparecía ante ella.
Y es en esa frontera... en la frontera en la que renunciamos definitivamente a la escasa dignidad que nos queda... cuando ella tomó la decisión venciendo al miedo, a la sujeción, al sometimiento cruel y a la tiranía.
Aquella mañana, al salir del juzgado, por primera vez se sintió -tras mucho tiempo- mujer. Plenamente mujer. Completamente útil. Íntegramente valiosa.