domingo, 30 de abril de 2023

GATOS

 

GATOS

Nunca me gustaron los gatos.

Pero ella adoraba a aquella gata siamesa esbelta y elegante. Le mostraba una ternura pasional enfermiza.

Yo, en cambio, la odiaba. Plenamente. Aunque tengo que reconocer que aquella extraña devoción entre mascota y dueña me excitaba mucho.

Eva se sumergía en el ardor mimoso del placer acariciando, con delicadeza, al animal. Yo, mientras tanto, la observaba… en silencio.  Luego, aquellas mismas manos recorrían mi cuerpo de forma ardiente y entregada, explorando cada poro de mi piel.

Yo gemía de placer, entregado a Eva, pero sabiéndome observado por los ojos celosos de la gata que descansaba a los pies de nuestra cama.

Aquellos encuentros fugaces eran extraordinarios. Un clímax inimaginable, la cumbre del placer, el éxtasis absoluto… pero siempre observados por aquellos ojos que se clamaban en mi retina para recordarme, finalmente, que Eva no era realmente mía… sólo una concesión temporal del maldito felino.

Y me fui enamorando. La relación creció, amparada en el placer físico pero también en la complicidad sentimental. Y me mudé a su casa. Lo recuerdo intensamente. Tuve la misma sensación que cuando abandoné el hogar para irme a estudiar a la Universidad. La ilusión y las dudas se amontonaban para confundir mi conciencia. Pero casi tenía claro que Eva era el complemento de mi vida.

Solo un inconveniente. La maldita gata. La maldita ama del apartamento, la que todo lo decidía, la que establecía los tiempos, la que determinaba los estados de ánimo.

-Espera, Fer.- así me llamaba pese a que sabía que no me gustaba que se refiriese a mi acortando mi nombre.- Paqui quiere mimos. Tengo que atenderla.

Nunca entendí que le llamase Paqui. Eva decía que le puso ese nombre porque tenía el porte y el arte de una auténtica folclórica. Su tía Paqui había hecho pinitos en la canción tonadillera y era una señora de “bravío”. Una auténtica dama. Cuando ella entraba en un lugar, había que atarse los “machos”. Un pedazo de mujer. Pero ¡trasladar ese nombre a la gata!...

En ocasiones, Paqui –la gata siamesa- maullaba profundamente cuando Eva estaba abrazada a mi pecho en la cama. Y, de pronto, se rompía el hechizo. Gata y ama se juntaban para acariciarse y yo observaba –mientras el animal ronroneaba- como me miraba de soslayo para recordarme que yo solo significaba “un segundo plato”.

La odie mucho. Todo era perfecto en mi relación. Salvo la existencia de Paqui. Pero, en ocasiones, el destino juega a ser generoso. O al menos eso creí.

Aquella tarde había regresado pronto del trabajo. La semana había sido fructífera y tenía pensado regalarle a Eva una noche extraordinaria. Reservé en el “Aveiro”, ese restaurante de moda que tanto le gustaba. La iría a buscar al trabajo y le daría la sorpresa. O quizás no… quizás esperaría en casa, con una botella de vino blanco abierta a que ella llegase.

No sé que pasó. Recuerdo simplemente que me sentía especialmente bien. Había comido poco y me había servido un Macallan para celebrar el éxito laboral. Nada podía impedir que ese fin de semana fuese completamente feliz. Estaba en lo mejor de mi vida. Y de pronto la ví… como tantas otras veces… asomada al alfeizar del balcón… donde el sol más calentaba… refugiada al sol… y me miró con absoluto desprecio… y ni tan siquiera me reto en sus ojos… la soberbia y la ingratitud me golpeaban en su desprecio. Después volvió a cerrar los ojos y a descansar al sol. Y no sé que pasó.

Solo sé que, raudo, me levanté y la golpeé con todas mis fuerzas. Y Paqui acabó sobre la acera de la calle Carranza aquel viernes abrasador del mes de junio. Por un momento la observé y comprobé que era un mito lo de las siete vidas de un gato (o acaso esta ya hubiese disfrutado ellas).

Pero inmediatamente entendí que debía actuar.

Me aparté del balcón. Me cambié rápidamente y salí del apartamento. Me senté en la cafetería adyacente al edificio. El asfalto quemaba. Demasiado calor para junio. Era imposible negar el cambio climático. Y las cuatro de la tarde es una hora en la cual nadie está donde tiene que estar.

Era el único cliente. Pedí un café solo con hielo y esperé. El portero del edificio llegaría pronto. Muy pronto. Tan pronto que ni siquiera me dio tiempo a saborear el frescor del café frío.

En cuanto escuché sus lamentos, enseguida asomé a la puerta de la cafetería. Ahora tocaba teatralización… y en eso yo no era nada malo. Para algo estuve en el Taller de Arte del Instituto durante seis años.

Lo demás es fácil de imaginar. Llamé a Eva. Un terrible accidente. Prisas, lamentos y lloros. Ella estaba profundamente afectada. Incluso me propuso la posibilidad de un Tanatorio de mascotas (pensé que eso no existía, pero el capitalismo es tan cruel que incluso ha creado esa estupidez) pero logré convencerla para que fuera un acto en la intimidad para que ella “cerrase ese círculo especial que las conectaba como dos almas únicas del Universo”.

Pasaron los días pero Eva no era capaz de recuperarse. Yo pensé que sería algo momentáneo, ocasional… pero estaba triste, apagada, sin ganas de vivir y, especialmente, sin ninguna gana de amar. Nuestra relación pareció difuminarse como se difuminaba la imagen de la “puñetera” gata que –desde el infierno- nos seguía amargando nuestra vida.

Y fue entonces cuando lo decidí. Yo no quería perder a Eva. No quería perder esa magia. Y no quería perder esas noches de pasión infinitas donde uno creía asomarse al Paraíso.

Busqué en las redes, hablé con especialistas, indagué y procuré, hasta finalmente encontrarla. Adquirí una gata siamesa muy semejante a Paqui. Pagué una pasta por ella y por su certificado que acreditaba la excelencia de raza, el pasaporte para su traslado, los test serológicos, el examen clínico y la habilitación sanitaria.

Me trasladé hasta Torrelodones para recogerla. Era un viernes de septiembre. Regresé con el animal a casa. La dejé en el transportín rígido acondicionado con una colchoneta mullida. Allí estábamos en el salón de casa; uno frente a otro. Y no dejábamos de mirarnos. Yo esperaba por Eva y miraba la gata. Estoy seguro que la iba a sorprender.

Sonaron las llaves en la cerradura y escuché como las dejaba en la bandeja de plata que estaba encima del recibidor. La esperé de pie. Me miró con una sonrisa tenue. Y yo sólo le señalé aquella pequeña jaula. La vió, sonrió, y una lágrima cayó por su mejilla. La tarde fue intensa pero hermosa… La noche, increíble.

Pasaron los días y en Eva empezó a asomar una actitud extraña. La devoción por Laura –así decidió llamarle a la nueva gata en recuerdo de la protagonista de “la Tregua, la novela de Benedetti que tanto le gustaba- era muy racional, incluso a veces demasiado racional.

Tan racional que un día decidió que Laura no debía estar en la habitación cuando hacíamos el amor. Lo recuerdo perfectamente. Habíamos empezado a acariciarnos como tantas otras veces, mientras la gata estaba a los pies de la cama. De pronto Eva, que se acaba de quitar la ropa,  me mandó esperar y se levantó. Cogió a la gata y la dejó fuera de la habitación mientras cerraba la puerta. Yo la escuchaba maullar mientras nos amábamos. Y sentí, en el orgasmo, que la gata arañaba la puerta llamando por mí.

Eva no está actuando correctamente. Una persona no se puede olvidar de cuidar a su mascota. A veces salgo yo del trabajo, cojo un Cabify, y me acerco hasta casa simplemente para saber como se encuentra Laura. Si tiene la arena limpia, si necesita beber, si tiene suficiente comida, o si simplemente necesita algunas caricias. Me mira con unos ojos intensos y entregados. Me mira con devoción.

Ayer salimos a cenar. Bebimos más de la cuenta y nos sentíamos tan apasionados que nos empezamos a quitar la ropa en el ascensor. Cuando entramos en casa Eva llevaba la blusa y la chaqueta agarradas de la mano. No dio tiempo de llegar al dormitorio y nos amamos intensamente en el salón. Laura, la gata, nos miraba desde la puerta de la cocina. Al acabar, aun gimiendo los dos, la gata se acercó a mí y Laura la apartó bruscamente pues sintió un arañazo en la mano que acariciaba mi espalda.

Me quedé sorprendido y la reprendí. Se levantó molesta y se puso las bragas y la blusa y salió a fumar al balcón.

Yo cogí a la gata en mis brazos y me acerqué a Laura. Y ahí entendí perfectamente la situación.

Eva debe tener más cuidado porque cualquier día puede caerse de ese balcón.

domingo, 23 de abril de 2023

REFLEXIÓN

Alguien reflexionaba en alto y no puedo evitar reproducirlo:

No basta con llorar para satisfacer tus deudas. Tus pecados están escritos sobre el sufrimiento de otros y siempre tienen un coste emocional enorme. Cada acción que realizamos, de forma consciente o incluso sin reparar en sus consecuencias, influye decisivamente en la vida de los demás.

Somos lo que creamos, lo que amamos, lo que concebimos, lo que construimos. Pero también somos lo que derrumbamos, lo que agredimos, lo que molestamos.

Hay días que uno quisiera aspirar a ser buena persona y simplemente se da cuenta que no merece ni al aire que respira.

Llorar no es una imposición ni una necesidad. E incluso, en ocasiones, se agotan las lágrimas. Lágrimas profundas y densas. Lágrimas que no salen de los ojos sino de las vísceras, de las entrañas, de aquello que algunos llamarían el "puto interior".

Y si, soy consciente que los problemas nunca tienen una única solución, que no siempre sale el sol, que siempre -ante la oscuridad- hay una puerta abierta al horizonte, y que en ocasiones las pérdidas son precisamente la llave de la libertad. 

Soy consciente de todo ello. Asumo todo ello. Acepto todo ello. 

Pero hoy no me basta con llorar.

Hoy quisiera desaparecer porque llorar no llega para pagar la deuda.

Pero toda desesperación tiene que encontrar su necesaria calma. El infinito escribirá sobre el devenir. Mientras tanto, sin otro recurso, simplemente lloro para intentar calmar el daño. Lloro y sobrevivo. Lloro por  mi cobardía a morir... Lloro y reflexiono.

Lloro.

sábado, 22 de abril de 2023

EL VACÍO

VACÍO

Se le habían acabado las palabras... y sin palabras no era nada. Con ellas podía amar, ayudar, abrazar, construir, soñar, acariciar, educar, apoyar, consolar... Pero se le habían acabado las palabras. O, acaso, ¿se habrían escapado buscando un mejor amo a quién servir? 

Quizás, simplemente, habían llegado al fin de su etapa.

Fuese lo que fuese se le habían escapado las palabras y, ahora, el papel -como un monstruo dramático y terrible- le amenazaba con esa angustiosa claridad del vacío blanquecino huérfano de vocablos. Se le habían escapado las palabras dejando inútil su esperanza, estéril su corazón, baldío su espíritu, vanas sus ansias y aspiraciones, inservibles sus sentimientos.

Nada era sin el verbo, sin la posibilidad de pintar con vocablos todo aquello que somos, que vivimos, que sentimos, en lo que creemos, y sobre todo, aquello a lo que aspiramos. Desierto, solitario y desnudo de palabras nada tenía sentido. Su desnudez además descarnaba su bajeza moral, su mezquindad… e indigno, ruin, vil y perverso, se sentía no merecedor del arte grandioso de la gramática milenaria.

Así lo pensaba mientras miraba el horizonte lleno de matices sobre aquella roca que retaba al océano poderoso.  Y vacío… muy vacío, se mostraba desnudo, frágil y mísero.

Mirando romper las olas, se atrevió a imaginar, entre el encaje delicado que teje la espuma sobre las mareas atrevidas, una hermosa poesía de húmeda tela con la que tapar su desnudez y su pobre indigencia.  No lo dudó... No podía dudarlo. Su vacío… el vacío… No lo dudó… La propia logomaquia lo guiaba… Y creyó entenderlo.  Y se arrojó al vacío, completamente vacío de pureza, en la búsqueda de certezas que le devolviesen el alma huida.

Hay quien dice qué en aquel acantilado, cuando rompen las olas furiosas, se escuchan relatos hermosos que parecen escritos por alguien que un día huyó de la vida en busca de palabras para encontrar en la muerte toda la riqueza del vocabulario.