EL VACÍO

VACÍO

Se le habían acabado las palabras... y sin palabras no era nada. Con ellas podía amar, ayudar, abrazar, construir, soñar, acariciar, educar, apoyar, consolar... Pero se le habían acabado las palabras. O, acaso, ¿se habrían escapado buscando un mejor amo a quién servir? 

Quizás, simplemente, habían llegado al fin de su etapa.

Fuese lo que fuese se le habían escapado las palabras y, ahora, el papel -como un monstruo dramático y terrible- le amenazaba con esa angustiosa claridad del vacío blanquecino huérfano de vocablos. Se le habían escapado las palabras dejando inútil su esperanza, estéril su corazón, baldío su espíritu, vanas sus ansias y aspiraciones, inservibles sus sentimientos.

Nada era sin el verbo, sin la posibilidad de pintar con vocablos todo aquello que somos, que vivimos, que sentimos, en lo que creemos, y sobre todo, aquello a lo que aspiramos. Desierto, solitario y desnudo de palabras nada tenía sentido. Su desnudez además descarnaba su bajeza moral, su mezquindad… e indigno, ruin, vil y perverso, se sentía no merecedor del arte grandioso de la gramática milenaria.

Así lo pensaba mientras miraba el horizonte lleno de matices sobre aquella roca que retaba al océano poderoso.  Y vacío… muy vacío, se mostraba desnudo, frágil y mísero.

Mirando romper las olas, se atrevió a imaginar, entre el encaje delicado que teje la espuma sobre las mareas atrevidas, una hermosa poesía de húmeda tela con la que tapar su desnudez y su pobre indigencia.  No lo dudó... No podía dudarlo. Su vacío… el vacío… No lo dudó… La propia logomaquia lo guiaba… Y creyó entenderlo.  Y se arrojó al vacío, completamente vacío de pureza, en la búsqueda de certezas que le devolviesen el alma huida.

Hay quien dice qué en aquel acantilado, cuando rompen las olas furiosas, se escuchan relatos hermosos que parecen escritos por alguien que un día huyó de la vida en busca de palabras para encontrar en la muerte toda la riqueza del vocabulario.

 

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