OPACO

LA NORMA SOCIAL

Colgó el teléfono. Lo había hecho. No le quedaba más remedio. Se marchaba definitivamente. Ahora sí. Tantas veces que dudó en hacerlo, tantas oportunidades que se había regalado a la esperanza. Pero era lo necesario, lo correcto y, aun con el alma inundada de tristeza, comprendió que ya no había retorno.

Hay quien afirma que el tiempo todo lo cura. Y la verdad es que el refranero suele ser sabio, pero hay sentencias que por obvias son absurdas. El tiempo separa, diluye, difumina y esconde… pero no cura nada.

Y pasó el tiempo. Los días se suceden con una cadencia que nos recuerda el escaso valor de lo que somos, pues los amaneceres no nos piden permiso para surgir. Y los meses se acumularon quedando difusos en la memoria aquellos paisajes que tanto había soñado. Ahora ya había cambiado mucho tras su marcha. Se había convertido en alguien muy distinto; había perdido esa afán por cuidar y proteger pues eso le ayudaba a sentir y sufrir menos; había abandonado esa lacrimógena tendencia hija de la fragilidad sensiblera que lo caracterizaba y había sustituido las lágrimas por sonrisas ácidas y amargas, histriónicamente cínicas; había dejado de soñar pues comprendió que la imaginación sólo le devolvía a una realidad que el mismo –en su afán por luchar contra un destino cruelmente azaroso- había estropeado; incluso había dejado de escribir… ¡para que perder el tiempo en tejer con palabras sentimientos y sensaciones que no nos conducen a ningún lugar!

Ahora era otra persona. Otra completamente distinta. Lo que se espera que uno sea. Una sombra gris que sobrevive en el infortunio de la vida y que no permite que el corazón hablé por encima de la razón. Una persona correcta.

Hay quien afirma que el tiempo todo lo cura. Pero el tiempo había pasado. Mucho tiempo. Y su amargura se había vuelto espesa, negra como la noche cerrada, tan densa y pesada que amenazaba con arrebatarle cualquier ilusión por la vida. Es verdad que ya no sufría, que ya no sentía ni padecía con aquellas inquietudes de antaño, que su espíritu no se agitaba con la brusquedad del pasado, que no se entremezclaban risa y llanto como en aquellas jornadas locas preñadas de sensibilidad pero…

Sobrevivía. Gris, opaco… pero correcto.

La amargura es, en ocasiones, la mejor disciplina para poder vivir en sociedad.

 

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