UNA CITA

UNA CITA

Sonaba como todas las mañanas el despertador. Aquel zumbido rompía el silencio solemne que solía llenar la casa, un viejo caserón que dibujaba rincones con olores a lavanda y a sueños huidos. Debió existir un tiempo en que aquellas paredes ampararon alegrías enloquecidas de mozalbetes o fueron testigos de besos robados en los rincones que se escondían en la bajada al jardín. Al fondo, entre la vasta vegetación que ahora amenazaba con devorar todo el espacio, aun sobresalía el elegante olivo que habían plantado con tanta ilusión hacía cincuenta años. Los árboles solemnes, como las lejanas estrellas, surgen en el horizonte para recordarnos la brevedad de nuestra existencia.

Se sentó en la cama. Todavía no había amanecido y la ventana solo ofrecía oscuridad. A lo lejos, muy a lo lejos, aparecían algunas luces, brillantes puntos en el horizonte que comenzaban a escribir el devenir de la jornada.

Cada día le costaba más levantarse. Se estaba haciendo viejo. Era ya un viejo. Cogió los lentes de la mesilla y se los colocó. Se acercó al armario y, pieza a pieza, fue cogiendo la ropa que iba a ponerse ese día. El aseo personal era todo un rito, un compendio de acciones ceremoniales que repetía reiterada y ordenadamente y a las que dotaba de un valor casi simbólico y espiritual. Unos hablan con Dios de una forma y otros utilizan otros caminos. Para él, su aseo matutino era la mejor forma de cumplir con su catarsis espiritual pues solía afirmar que la pureza del alma exige también la limpieza del cuerpo.

El día comenzaba a romper. Nacía la mañana y el sol ya despertaba la vitalidad de los alrededores, especialmente sonoros en los trinos de los pájaros que competían entre ellos por borrar el silencio.

Repasó si llevaba todo lo necesario. Mentalmente iba nombrando mientras su mano se movía en los bolsillos del pantalón y de la cazadora: llaves, dinero, documentación, teléfono… Al finalizar, volvía a comprobarlo. Como si fuera necesario un segundo repaso. Y él se daba cuenta que se estaba haciendo muy viejo. Lamentablemente viejo.

Cuando llegó a la Cafetería estaba realmente cansado. Era una larga caminata, una distancia que antes hacía en coche pero que, desde que tuvo ese accidente, hace ahora caminando. Lo del accidente no fue culpa de él pero todo el mundo le insistió en que debía dejar de conducir, que ya no tenía edad, que un día tendría un susto muy grande. Y él, que siempre fue obediente, regaló su coche a su nieta.

Como todos los días pidió su café largo americano. No hacía falta que lo pidiese porque Joaquín ya lo sabía de memoria, pero el insistía en decirlo:

-Buenos días, Joaquín.- siempre lo saludaba personalmente.- Cuando puedas me pones un café sólo largo.- y añadía, como para aclarar aun más.- Un americano.

-Buenos días, señor David.- atareado, le sonreía, mientras colocaba tazas sobre platillos con una rapidez inimaginable.- En un minutito estoy con usted.- y siempre añadía el mismo chiste.- ¿Hoy tampoco toca gintonic?

-Algún día, Joaquín.- le contestaba.- algún día, pero por ahora es muy temprano para eso.

Luego cogía el periódico y comenzaba el ritual de la lectura. Desgranar las noticias mientras miraba furtivamente la puerta cada vez que alguien entraba. Furtiva y ansiosamente la puerta.

La mañana se iba, Joaquín sabía que después de los dos cafés americanos que le había servido tocaba acercarse a la mesa y hacerle la misma pregunta. Miró hacia el señor David, mientras servía dos cortos de cerveza con pincho de tortilla a la parejita que trabajaba en la Asesoría de enfrente y que siempre –a las doce y media- ocupaban la mesa de la esquina.

-¿Qué… Don David, espera hoy a alguien?- como siempre, como todos los días, desde hacía dos años, esa era su obligada pregunta.

-Espero por ella.- le miró sorprendido.- Por la señora Amalia. Hoy hemos quedado para tomar café y dar un paseo.

-Perdone, Don David.- añadía el hostelero con una extraordinaria delicadeza.- Se me olvidó decirle que Doña Amalia hoy no va a poder venir. Llegaron de Bélgica sus nietos y se fueron a ver la Playa de las Catedrales.

Y Don David abría los ojos con una inmensa pena, pagaba lo que se debía y se despedía mientras salía por la puerta.

Regresaba a casa de nuevo caminando. Allí ya se encontraba Berta, la mujer que lo cuidaba y que cocinaba, que lo saludó efusivamente.

Mientras se cambiaba para sentarse a comer, abrió el cajón dónde colocaba la documentación, las llaves y el dinero. Tras depositarlo todo reparó en el trozo de papel de periódico que allí se encontraba cuidadosamente guardado.

Lo cogió y lo abrió. Era una esquela. Una esquela que decía:

Doña Amalia Del Pino Couto falleció el día 12 de los corrientes, a los 76 años de edad, confortada con los Auxilios Espirituales (D.E.P.)….

Volvió a doblar el recorte de periódico delicadamente y a colocarlo al fondo del cajón. Se cambió de ropa y se dirigió a la cocina. Berta tenía puesta la televisión mientras cocinaba.

-Berta, por favor.- le dijo, tocando levemente su hombro.- ¿Tendrás un bolígrafo?

-Naturalmente Don David.- y abrió uno de los cajones de la cocina donde se acumulaban pinzas para cerrar paquetes, abridores de botellas, corchos. Revolviendo encontró un bolígrafo.- Tenga, ¿necesita apuntar algo?

-Si. Quiero apuntar en el almanaque que mañana tengo una cita. Una cita para tomar café con la Señora Amalia.

Berta lo miró con un inmenso cariño, con una devota admiración, mientras observaba como el señor David escribía en la hoja del calendario que estaba colgado en la pared el nombre de Amalia… el mismo nombre que aparecía escrito debajo de todos los días de todos los meses de ese calendario.

 

Comentarios

  1. Ojala el cielo sea justo... y les regale ese ansiado café al señor David y la señora Amalia...

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