ESCÉPTICO
Había aterrizado en el aeropuerto de Schwechat y Viena se mostraba ante mí como una dama generosa que te regala sus tesoros más preciados. Es cierto que la ciudad parece hecha para el invierno. Solemne, formal, corazón de un Imperio que surge para admirarse. Pero a la vez es una perfecta fusión del tránsito del tiempo con equidad y racionalidad, pues no es simplemente un testamento a su pasado ilustre; es una ciudad vibrante y moderna que ha sabido fusionar su herencia histórica con una mentalidad progresista.El bullicio de sus calles contrasta con el abrazo frío que la acoge en el invierno seco.
Allí estaba yo. Por motivos de trabajo. Llevaba ya tres días y, tras las mañanas encerrado en elegantes despachos de empresas donde examinaba documentación para posibles fusiones comerciales, me regalaba solitarias y reconfortantes tardes paseando por los alrededores de mi hotel.
Me alejaba en Kaiserhof Wien, un magnífico establecimiento que me retrotraía a dos siglos antes. Todo era allí un elegante lujo contenido, sin estridencias, pero con una elegancia soberbia.
El paseo hasta la estación Karlsplatz llenó mi retina de soberbias estampas imperiales. Tuve tiempo para visitar el Palacio Schönbrunn, el Musikverein donde resonaba Mozart con su grandeza extraordinaria, e incluso la llamativa Escuela Española de Equitación que me recordó la estrecha relación de esta mágica ciudad con nuestro país, cuando los Austrias se atrevieron a ser la dinastía más poderosa de la Tierra.
Imbuido por la magia y el espíritu navideño, en aquel diciembre que comenzaba, visité también la comercial calle Kärtner Strasse y no pude evitar comprar algo. Supongo que pasear sin una bolsa era como un insulto al espectáculo.
Los días fueron pasando, entre trabajo y paseo, y llegó mi estancia a su fin. Debía regresar pero antes de coger el vuelo que salía por la noche tenía una cita obligada que mi guía -una jovencita alemana que apenas hablaba español y que pronunciaba un inglés muy extraño- me había obligado a aceptar. La verdad es que llevaba siendo muy desagradable con ella desde que me había recogido en el aeropuerto cinco días antes. Yo prefería estar solo, me gusta descubrir las ciudades perdiéndome en ellas, y su presencia me molestaba. Ella cobraba de mi empresa y se sentía en la obligación de acompañarme a todos lados. Así que el segundo día, ante la insistencia de recogerme en la puerta del Hotel, le hice llegar una nota por medio de un empleado del Kaiserhof Wien en la que decía que me encontraba indispuesto y que por lo tanto que me quedaba a descansar. Media hora después yo estaba caminando, feliz y sosegado, por la Ringstrasse camino del Palacio Imperial de Hofburge y del Kunsthistorisches Museum. Lo mismo hice el resto de los días, pero la insistencia de la alemana -en esos momentos empece a entender que fueran capaces de sobrevivir y recuperarse de dos dramáticas Guerras Mundiales- hizo que el último día aceptara sus servicios.
Y la cita que me tenía organizada era la Visita al Palacio-Museo Belvedere con la obligada visita a la exposición artística pero, especialmente, al famoso cuadro de Klim "El beso". El edificio, soberbio, podía rivalizar en prestancia con otras grandiosas construcciones que llevaba admirando toda la semana.
La guía, empeñada en complacerme en su tarea (pues me había transmitido que se había sentido muy mal al no poder cumplir con su trabajo en los días anteriores... desde luego era alemana) hablaba con entusiasmo y pasión. Cuando llegamos delante del cuadro de Klim me pidió que lo observara con detenimiento. Me llamó la atención sobre el conjunto de laminillas de oro que conforman el manto que une a los dos protagonistas; me explicó la influencia bizantina de sus mosaicos en la obra; me hablo del toque oriental que se puede apreciar en los rostros; me informó sobre la "mala fama" que poseía Klim en la sociedad de su época por sus representaciones al que acusaban casi de pronográfico; idealizó sobre la sumisión de la mujer al hombre y finalmente, como si supiera todo de aquel cuadro, me narró el mito de Apolo y Dafne. Un Apolo que representa la lujuria y el deseo carnal y una Dafne que es la pureza virginal y que ambos están condenados por el Dios Eros a amarse y rechazarse eternamente.
Yo la mire con una sonrisa. Ella, con su español de película de los años 60, me inquirió:
-No cree, usted, mucho en el amor, ¿verdad?
Sin tapujos le contesté:
-Es un invento de la sociedad para que estemos sometidos. Existe el deseo, la atracción, el cariño... pero el amor... Una falacia que nos quieren imponer para tenernos sometidos.
Seguimos viendo otras dependencias del Museo y al salir, con el objeto de pagar la cortesía que había mostrado -auténtica cortesía alemana- le propuse invitarla a comer al Émile, un bonito restaurante vienés que, coqueto y elegante, está en la calle Schottenring.
Pedimos Carpaccio con alioli y la Lamm-Krone típica del local. En los cafés, mientras me trasladaba información sobre otros lugares de Viena -ella seguía creyendo que mi indisposición había sido verdadera- yo le pregunté directamente.
-Y tú? Tú crees en el amor?
Ella sonrió. Al principio dudó, pero luego me explicó que aun no había encontrado nadie que le produjese esa misma pasión que se muestra en el cuadro de Klim.
-Pero si alguien me besase con esa muestra de dulzura y deseo pasional, con ese ardor y esa ternura, con ese ansia de poseerla pero a a la vez entregarse para ser su servidor...- se quedó callada un segundo.- Entonces, si, entonces estoy segura que lo amaría eternamente.
Y fue en ese momento cuando ella giró la cabeza y me señaló una pareja que comía a nuestra izquierda. Eran dos personas mayores. Curiosamente hablaban en español y por lo tanto deduje que estaban de visita turística.
-Los ve. Llevan toda la comida mirándose y devorándose con los ojos. Y eso que estoy segura que son muy mayores. Y se han besado al menos en tres ocasiones. Se han besado con esa pasión irrefrenable de que ese puede ser su último beso pero también con la dulzura infinita de que habrá siempre un beso esperando.
No pude dejar de observarlos. Incluso cuando pagué y me levanté para despedirme de mi guía y tomar el taxi que me esperaba en la puerta del restaurante volví a mirarlos con detenimiento. El tenía el pelo lleno de canas y la observaba con devoción, absoluta y entrega devoción, mientras le hablaba de la historia de la ciudad de Viena. Ella le cogía la mano con dulzura y sus pies se tocaban bajo la mesa. Ella era sumamente elegante, con una prestancia selecta y distinguida, y aprecié que era más joven que él. Tenía esa belleza perenne, inmensa, infinita, que parece aun engrandecerse con el paso del tiempo.
Pero soy un escéptico. Soy un auténtico escéptico. Un incrédulo. Nunca he creído en el amor ni creeré jamás.
Ya en el aeropuerto volvió a mi cabeza aquella imagen. Quise justificarme en mi argumentación. Simplemente era la necesidad de evitar la soledad o simplemente la urgencia de compartir el momento por no atreverse a enfrentar la ausencia. No podía haber amor... o ¿acaso Apolo y Dafne, Klim y aquella extraña pareja española tenían razón?
Comentarios
Publicar un comentario