FRAGANCIA
FRAGANCIA
Llevábamos ya casi cinco años viviendo en el edificio.
Calle Merced, Portal 5, Tercero A. Nos habíamos mudado con toda la ilusión. Nos amábamos tanto…. Nos deseábamos… tan intensamente. Ni tan siquiera nos planteamos que pudiese existir otra fórmula mejor para compartir nuestra ansia de estar juntos. Vivir bajo el mismo techo era el paso obligado para comprobar que nuestras vidas estaban predestinadas para fundirse en un único destino.
Pero los días se fueron haciendo largos, muy largos. Y las noches aun más.
Y la pasión fue dejando paso a la quietud, y después al tedio, al aburrimiento. Finalmente incluso apareció la falta absoluta de deseo carnal. Pero nadie se atrevía a dar el paso definitivo.
Ni tan siquiera discutíamos, ni nos gritábamos, ni montábamos escenas… aunque hubiese sido igual, pues el piso contiguo al nuestro estaba vacío desde que se había ido a una residencia la señora Milagros. Supongo que sus tres hijos no se ponían de acuerdo en la decisión a tomar con aquella propiedad. No era de extrañar; ni para compartir con su madre las fiestas de Navidad había pactos. De hecho, la anterior a irse a la Residencia, la señora Milagros había cenado con nosotros y con mis padres en Nochebuena y en Fin de Año.
Asomada al balcón de la decadencia amorosa, mi vida transcurría entre el trabajo y los sueños eróticos que en ocasiones podía tener con “alguna alegría de ojos” que pasaba por la oficina. Bueno, algún sueño erótico y –aunque me cueste reconocerlo- el consuelo del Satisfyer que había adquirido por Amazon y que, aunque siempre pensé que era una vulgaridad, ahora calmaba extemporáneamente mis ansias vaginales.
Recuerdo que acababa de comenzar el otoño. Un día especialmente lluvioso. Las tardes, otrora ensoñadoras cuando Andrés y yo jugábamos a amarnos como dos adolescentes, se habían vuelto tediosas y depresivas. Él, en muchas ocasiones, ya no llegaba hasta la noche. Si el trabajo que se alargaba, que si el gimnasio, que si visita a su madre que se había hecho mayor, que si… básicamente, no soportaba verme. Pero no se lo echo en cara. Yo tampoco tenía ninguna necesidad de su presencia. Casi era un alivio.
Pero el piso se me caía encima. Por eso aquel día decidí bajar a dar un paseo y tomar una copa en algún lugar alejado del barrio dónde no pensaran que era una mujer abandonada que se tiraba al alcohol. Me arreglé. Me daba pereza, pero me arreglé. Y tengo que reconocer que me vi hermosa. Atractiva. Sensual. Estaba claro que, una vez que venciese esa holgazanería negligente que me impedía finalizar una situación que ya estaba muerta, podría tener ofertas interesantes en el mercado de la vida.
Abrí la puerta de casa y, de pronto, lo vi. Amontonando unas cajas frente a la puerta vecina. Me quedé quieta. No por su porte… no estaba tan necesitada, sino por la curiosidad y, es justo decirlo, por la elegancia y la prestancia del doncel.
Me quedé quieta, como no sabiendo cómo actuar. Se giró, me sonrió, y se presentó.
-Soy Daniel.- transmitía generosidad y optimismo.- Me acabo de mudar aquí. He alquilado este piso.
No sé el porqué pero me sonrojé. No había ninguna razón especial para ello. Me parecía atractivo pero nada especialmente llamativo.
-Hola.- le contesté, e intenté también corresponderle con una generosa sonrisa.- Soy Marga y como ya supondrás soy tu vecina.
Y de pronto, como si fuera un mecanismo de defensa, el “puñetero” patriarcado machista que vive en nuestro subconsciente aunque aparentemos progresismo y militancia feminista, añadí inmediatamente:
-Vivo aquí con mi pareja. Se llama Andrés.
Ahora que había dejado claro que no era un campo abierto para el cultivo me sentí más relajada. Una imbecilidad… pero más relajada.
Conversamos un momento de forma educada y prometimos invitarnos a tomar un café cuando él estuviera ya organizado.
Al salir del edificio agradecí la brisa del día. Realmente me sentía aun ruborizada e incluso agitada, y no entendía la razón. Sólo era la sorpresa de encontrar un nuevo vecino que no esperaba, pero debo reconocer que de pronto había alterado mis hormonas como si, violentamente, sufriera un tránsito violento a la menopausia.
Caminé por la calle intentando calmarme y decidí entrar en la frutería de Carlos. La verdad es que no era una frutería al uso; se denominaba “La Boutique del Vegetal”. Y debo reconocer que era un establecimiento muy especial. Un lugar tan especial que aunque odiases la fruta allí acabarías escogiendo algo. Sugerente, elegante, atractivo… un lugar encantador. Escogí dos melocotones de Calanda. Me apetecían. Siempre me recordaban a la quietud del hogar familiar. Me relajaba mucho comerlos. Masticarlos, sin pelarlos, pausadamente, mientras caminaba y pensaba.
Fui a la caja a pagarlos. En el mostrador estaba Carlos. La empleada estaba atendiendo a otros clientes. Me sonrió. Pero su sonrisa no me parecía nada atractiva. Además solía llevar la blusa abierta y sobresalía de su pecho tanto vello que parecía el Amazonas antes de que Bolsonaro se empeñará en arruinar el pulmón del planeta.
Salí a la calle y caminé durante un rato mientras me relajaba tomando mis melocotones y pensando en el vecino de al lado.
Los pasos, como si fueran dirigidos por el destino, me condujeron a la oficina de Andrés. Al pie del edificio donde trabajaba dudé en visitarlo o no. Pudo más el cariño que el aburrimiento. Subí en el ascensor hasta el quinto piso donde tenía su despacho. La oficina estaba abierta, pero las mesas de sus compañeras estaban vacías. A él lo vi al fondo, a través de la cristalera que lo separaba de otros despachos. Estaba sumergido entre carpetas azules que se amontonaban alrededor de su ordenador. Hubo un tiempo que su aspecto descuidado y su rosto desdibujado, casi carente de emociones, me producía una intensísima atracción. Era como un pequeño desvalido a quién había que proteger. Quizás despertó en mí ese poso de maternidad que todas las mujeres encerramos en nuestro interior. Quizás no fue amor; simplemente satisfacer mis ansias maternales que me engañaban trasluciendo afectos mudados de significado. Acaso todo ello explicaba esa inmensa frontera que ahora se abría entre nosotros y que cada día nos separaba más y más.
Y en ese momento me volví a acordar del nuevo vecino. Miré a Andrés que seguía sin darse cuenta que yo estaba a delante de su despacho. Abrí la puerta y le sonreí. Se sorprendió. Hacía más de un año que no iba a buscarlo al trabajo. Me saludó como interrogándome con la mirada. Supongo que creyó que venía a trasladarle la decisión que ninguno de los dos nos atrevíamos a tomar desde hacía mucho tiempo. Pero no le di tiempo a que preguntase nada. Me acerqué a él y lo besé. Sobre la ventana empezaron a golpear las gotas de agua. Parecía que el cielo se hubiese enfadado.
II
Tengo que reconocer que la llegada de mi vecino azuzó mi vida. Desde aquel primer día que lo ví comencé a imaginar, a soñar. Mis noches con Andrés volvieron a recuperar parte de la intensidad de antaño.
Pero no era por el atractivo especial de Daniel. Cierto que era un hombre amable, educado, refinado y cuidadoso. Pero no había nada más… o por lo menos yo no apreciaba nada más. Pero tengo que reconocer que había algo que fue creciendo y que me hizo cada vez más dependiente; el aroma.
Siempre he tenido un sentido olfativo peculiar. Recuerdo que mi madre me llamaba “Doña Olores”, y mi padre siempre decía que me iba “a alquilar” para que sirviera de detector en los controles de droga de la Policía Nacional y de la Guardia Civil.
Siempre hemos pensado que los demás sentidos poseen una importancia mayor en nuestra vida que el sentido olfativo. Pero no es así: en nuestro cerebro, en el hipocampo, una zona situada en el sistema límbico, se acumula un inmenso catálogo de olores en el cual se archivan millones de fragancias y además el recuerdo de aromas y olores es mucho más intenso y duradero que las imágenes o los sonidos. Una persona es casi incapaz de recordar una imagen de la niñez o una voz escuchada en esa etapa infantil, pero puede recordar y asociar aromas y olores de los primeros años de vida. Olfato, memoria y emociones se vinculan de forma singular.
Supongo que, o bien desarrollé extremadamente esta capacidad –por otro lado muy habitual en muchos individuos y que además se puede entrenar activando sus receptores, denominados quimiorreceptores que son estimulados por las sustancias químicas presentes en el aire (odorantes o moléculas odoríferas) y las moléculas presentes en los alimentos (moléculas gustativas)-, o bien en otra vida fui un Teckel –el famoso perro salchicha- cuya nariz contiene aproximadamente 125 millones de receptores del olor, o un Golden Retriever (capaces de detectar ingredientes en alimentos que puedan producir reacciones alérgicas graves a personas), o el famoso Coonhound o perro de los cazadores que incluso con la noche más oscura es quién de encontrar su presa únicamente guiado por su olor.
Sea como fuese, y sin caer en la hiperosmia, tengo que reconocer que el apodo de mi madre era cierto, y tenía una sensibilidad especial para los aromas.
Por eso, desde que Daniel se instaló y comencé a notar en el descansillo, o en el ascensor, o en el portal, aquella particular fragancia, algo fue creciendo en mí. Aquella fragancia era difícil de concretar; se entremezclaban muchas aromas a frutas, y maderas, y ébano. Era un perfume singular, semejante al que había olido en algún hombre –fruto de cualquier producto comercial realmente bien elaborado- pero que se mezclaba con otros aromas muy variados, aromas de la naturaleza.
Aquella fragancia me tenía enloquecida. Tan enloquecida que, en ocasiones, salía al descansillo o subía y bajaba en el ascensor varias veces seguidas simplemente para aspirarla toda, para sentirme dominada por ella.
Y comencé a rondar los horarios de Daniel. Escuchaba cuando el ascensor llegaba al piso y se abría su puerta. Esperaba unos minutos y salía. Y olía y olía… y luego soñaba.
Así pasaron días y días. Cada vez eran más frecuentes mis escapadas de casas para satisfacer mis necesidades olfativas. Y Daniel surgía por las noches en mi memoria mientras intentaba recuperar con Andrés la pasión perdida.
III
Ya habían pasado dos meses desde la llegada de Daniel. Volvía del trabajo caminando cuando crucé por delante de “La Boutique del Vegetal”. Necesitaba comprar fruta y unos puerros y calabacín para una menestra. Además aquel lugar también llenaba de sensaciones olfativas mi cerebro. Entré sin dudarlo. Se encontraba solo la empleada, la cual estaba montando una cesta de frutas para unos clientes que querían hacer un regalo. Me miró y me dijo:
-Espere un momento, por favor. Llamaré a Carlos que se encuentra en la trastienda.
-No se preocupe.- le contesté.- No le moleste. Aun voy a decidir que me llevo y además no tengo ninguna prisa.
Y me puse a caminar por la tienda observando los diversos estantes con los productos cuidadosamente colocados. Fue entonces cuando percibí la fragancia. Al principio dudé, pero era realmente la misma fragancia. Sin duda era esa fragancia que me tenía subyugada. Intenté separarla en mi memoria del resto de intensos aromas que llenaban la frutería. Caminaba sin rumbo aspirando e intentando hacer un ejercicio de identificación. La puerta de la trastienda estaba abierta y distinguí a lo lejos a Carlos que exprimía diversas frutas sobre un recipiente. Yo, como un perro en ejecución de su trabajo, me movía siguiendo el rastro olfativo cuando casi me tropecé de bruces con la empleada que me sonrió.
-Ya estoy a sus órdenes. ¿Qué desea?-
La observé. Era hermosa, madura y muy hermosa. Esa hermosura que, en ocasiones, pasa desapercibida por su perfección delicada en todos sus rasgos.
Y lo entendí. Entendí lo que sucedía. Creo que apuradamente pedí unos calabacines y unos puerros y pagué rápidamente. Deseaba marcharme.
IV
Como en una fase de desintoxicación llevaba días. Intentaba no salir de casa exclusivamente para lo esencial. Y cuando lo hacía, las entradas y salidas del edificio eran muy rápidas. No quería oler esa fragancia. Necesitaba olvidarme de ella. Las noches volvieron a ser aburridas y perdía de nuevo el interés. Andrés no entendía nada.
Pero que frágil es el cuerpo y que escasa fortaleza posee el espíritu. Fue entonces cuando decidí observarles. Quería comprobar que era cierto. Que Daniel y la empleada de la frutería estaban liados. Que él se había mudado para vivir cerca de ella. Era como si necesitaba observarlos pues ellos revivieron mi pasión.
Aquel fin de semana Andrés estaba en un Congreso. Yo tenía todo el tiempo del mundo. Me pondría en la mirilla de la puerta y esperaría… esperaría… esperaría.
El viernes no sucedió nada. Sobre la una de la mañana, dormida como estaba a los pies de la puerta, escuche el motor del ascensor. Fue entonces cuando miré pero entraba Daniel solo en casa. Después de unos minutos salí a comprobar la fragancia. Era muy tenue, muy débil… casi imperceptible. Decidí acostarme y olvidarme de mis locuras.
Era sábado por la noche. Había prometido que no me volvería loca. Pero ahí seguía. Al lado de la puerta del piso. Con la mirilla entreabierta. Me dolía la espalda y las piernas. Estar quieta, de pie, harta…. Sonó el teléfono. Era Andrés. No quise cogerle y corté la llamada.
Fue en ese momento, cuando dudaba ya de continuar en aquella especie de vigilancia y espionaje de la intimidad de mi vecino –una auténtica loca- cuando escuché el ascensor. Los segundos fueron eternos. Y entonces lo vi. No lo entendí. De la puerta salía Carlos, el de la frutería. Y llevaba en la mano aquel frasco que yo había observado en la trastienda. Antes de llamar a la puerta de Daniel, se desabotonó la camisa, y pulverizó sobre su pecho el contenido de aquel frasco. Pecho, orejas, pelo… y timbró. La puerta se abrió y un beso efusivo me tapo sus caras.
Tapé la mirilla y me senté en el suelo. Miré perdida para el fondo de mi piso. De pronto volvió a sonar el teléfono. Era Andrés. Le contesté casi sin inmutarme.
Solo recuerdo de aquella conversación que le dije:
-Andrés, cariño, creo que quiero reenfocar mi vida.- para añadir, con plena convicción.- Creo que voy a abandonar mi trabajo. Deseo poner un negocio de fruta.
Jajajajajajaja, exijo libro de relatos... gracias
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