TRAJES

 

TRAJES

                                                                               I

Le iba bien. Muy bien. Era el referente de las ceremonias. Nadie en la ciudad era ajeno a su fama. Se había hecho un nombre vendiendo el vestuario de celebraciones; bodas, bautizos, eventos, pedidas, galas, homenajes, graduaciones... Todo aquel que no quisiera pasar desapercibido en un día singular y especial debía acudir allí a vestirse. Era todo un reclamo. Sin duda, el establecimiento más afamado. Trajes sugerentes; trajes clásicos; trajes con estilo; trajes llamativos...

Había vestido todo tipo de novios. Desde elegantes y ufanos abogados o empresarios que pensaban ser el centro del Universo,  con cabezas llenas de conceptos pero vacías de ética, hasta toscos y necios ricos ganaderos que presumían de billetera rebosante pero olían a bosta y a estiércol. Todo aquel que podía pagarse un buen traje, el traje especial para el día especial, acudía allí.

Así, en una procesión continúa, acudían los ilusionados. Los que, inocentes, creen que va ser el día de su vida. No faltaban los sumisos, los que van y vienen guiados por el destino, generalmente en forma de brusca voz femenina. Iban los necios, aquellos que sin la más mínima reflexión creen a pies juntillas que el matrimonio es lo que corresponde hacer para ser una persona de bien. Incluso había quien repetía en la sinrazón, y regresaba de nuevo a probar fortuna después de algún que otro fracaso.

Y su negocio crecía como medraba su egoísmo y su mala educación. El era lengüetero, zafio y vulgar.

Egocéntrico y grosero, amaba el dinero más que a su alma, y anteponía cualquier cosa a su bienestar y al aumento considerable de su fortuna, como si la posición económica desahogada le alejase de su abyecta y ruin condición humana.

Acaso, solo superaba su interés por lo pecuniario y por su emergente hacienda, la intrínseca y poderosa vocación mujeriega que caracterizaba todo su proceder. Hablaba con desdén y descaro al sexo femenino, al cual veía como trozos de carne mejor o peor construida por la madre naturaleza que, naturalmente, hizo al hombre superior en intelecto, constitución, aplomo y decisión. Es por ello que esta arrogante creencia de superioridad moral y ética le hacía comportarse con las damas de forma vulgar, chabacana e incluso, en ocasiones, repugnante.

Nadie entendía cómo podía estar casado. Bueno, realmente, cómo una mujer podía soportar esa compañía infame. Pero como Dios escribe los destinos de formas inexplicables, su esposa era un modelo de prudencia, delicadez y serenidad. Humilde, callada incluso hasta la sumisión, juiciosa y discreta, solía tapar y moldear los comportamientos de su marido con un sabio proceder que le llevaba a actuar siempre de forma cautelosa, moderada y comedida.

Y el negocio crecía… y de la mano del negocio… la desfachatez del empresario. Y comenzó también a disfrutar de su bienestar económico compartiendo noches, juergas y excesos, con otras compañías.

Aun así, sabedor que el ojo del amo engorda al caballo, fuera cual fuera el resultado del exceso –del que solía ser ajeno su esposa y familia- a primera hora de la mañana estaba en su negocio, controlando de forma casi esclavista como actuaban sus empleados, e impoluto en su postura y presencia. Pues, aunque zafio y vulgar, aunque chabacano y burdo y ordinario, gustaba de vestir buenas telas, de conjuntarse y adecuarse para la situación y de intentar ser elegante. Y decimos intentar, pues la elegancia no sólo se consigue con el atuendo sino que tiene mucho más que ver con la prestancia y la distinción.

Y aumentaron los ingresos, y los excesos, y los malos modales… Todo iba de la mano… dinero, disfrute desmedido, tosquedad e insolencia… Todo iba de la mano. Absolutamente todo

Y en uno de estos excesos, el cuerpo –siempre sabio- dijo basta.

                                                              

                                                                               II

El Tanatorio rebosaba aun de bullicio pese a que empezaba ya a morir el sol. Había sido muy conocido. En el día y en la noche. Muy conocido. No paró de pasar gente en toda la tarde y ella estaba cansada de tanto abrazo y tanto pésame. Fue en ese momento, cuando ya anochecía, cuando me acerqué hasta ella. Seguía siendo, en el dolor, una mujer gentil y delicada. Un ejemplo de finura, elegancia y prestancia. Me sonrió y cruzó conmigo unas breves palabras.

Yo había trabajado para su marido varios años. Demasiados años. Ella sabía que tuve otras ofertas y que me fui a otros lugares pero también sabía con certeza, o al menos yo lo suponía, que la razón de mi marcha no fue la mejora económica o laboral. Habían sido demasiados años soportando su injusta grosería y sus vulgares formas. Años muy largos y difíciles de olvidar.

No quería alargar mucho más aquel encuentro. No había motivos para ello. Ella era la viuda y yo un mal recuerdo de una forma de actuar denigrante pero que todos habían consentido.

Pero para mi sorpresa, ella me rogó si podía quedarme allí hasta que cerrasen. Miré el reloj, algo impresionada por esa sutil confianza que me manifestaba, y comprobé que apenas quedaba media hora para cerrar. Una sana y gran costumbre la de imponer “toque de queda” a los velatorios. Los muertos también necesitan descansar.

Había venido sola y, en casa, podrían arreglarse sin mí. Además supuse que querría comentarme algo sobre el negocio. Me aparté del salón funerario y fui contemplando como desfilaban los últimos regazados en transmitir las condolencias. Algunos grupos parecían alargar el tiempo y parecían no tener prisa. Pero el anuncio de las luces fue definitivo; todos se fueron marchando. Y fue en ese momento, cuando ella se acercó a mí y me pidió que le acompañase dentro de la sala  mortuoria. La caja, rodeada de flores, solemne y elevada, me imponía respeto e incluso, algo de temor.

Ella comprobó que la puerta de la sala estaba cerrada con llave. Después se quitó la chaqueta negra que llevaba y abrió su bolso. Extrajo de su interior un par de bolsas y mirándome fijamente me dijo:

-Tu, mejor que nadie, me puedes ayudar a hacer lo que estoy deseando desde que ha muerto.

Y sin dudarlo abrió la caja. Allí estaba el, con su traje azul oscuro, elegante, y con una cierta sonrisa extraña.

Fui incapaz de moverme. Pero ella insistió:

-No tengas miedo. Está muerto. Completamente muerto.

No entendía que estaba pasando. Y atónita me quedé cuando comencé a observar como le iba desnudando entero sin ningún tipo de delicadeza.

-Por favor necesito que me ayudes.- me volvió a suplicar. Y me miró con esos ojos tan dulces y profundos que tanto escondían.

No lo dudé. En apenas unos minutos estaba completamente desnudo. Completamente. Que vacío de poder y soberbia se veía…

-Los trajes son para quien merece ponérselos.- Me volvió a decir ella.- Y además –afirmaba con rotundidad- mientras se disponía a cerrar la tapa de la caja-, fíjate si la tiene pequeña… y creía que era un amante espectacular… Sería idiota.

Creo que no fui capaz de despedirme de ella. Solo me pidió que me llevase las bolsas con las ropas y las tirase al primer contenedor que encontrase.

Así lo hice, y mientras cerraba la puerta, escuchaba un “lo mereces… lo mereces”… entre sollozos tiernos y delicados.

Cuando salía a la noche, la brisa fresca me golpeó para hacerme ver que aquello no era un sueño. Abrí el primer contenedor que encontré en mi camino…

Es cierto, un traje elegante siempre merece una persona con categoría para lucirlo. Un traje no es para cualquiera.

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