A LA FUERZA
Tenía el chicle entre las manos. El mismo que le había dado el policía que la había detenido. Ahora estaba casi derretido y pegajoso, y le producía una sensación desagradable en las manos. Pero no quería pedir permiso para ir al cuarto de baño y lavárselas. No quería pedir nada... a nadie. Y mucho menos a ese estúpido asistente social que se creía que con su tono sosegado y su lenguaje callejero podía hacerse accesible a ella.
No necesitaba colegas. No precisaba ayudas. No quería más programas de inmersión social, ni más centros asistenciales, ni más tutorías de iguales. No requería de más medicación que la mantuviese dormida y tranquila, no demandaba más parrafadas vacías de psiquiatría ni sesiones de psicólogo en la búsqueda de su verdadero yo interior.
Los años pasaban y nadie parecía darse cuenta de nada. Ello solo necesitaba que alguien, algún día, le dejase contar porqué le había clavado un cuchillo en el pecho a su padre. A aquel hombre tranquilo al que todos apreciaban. Explicar porque había dejado viuda y triste a su madre. Explicar porque a su hermano pequeño, quien ahora la mira con odio y desprecio, le salvó de la tragedia.
Y ahora está aquí. Sentada en ese despacho. Frente a aquel hombre a quien su historia, su verdadera historia, nada le importa.
Solo necesita encontrar a alguien que no la juzgue y a quien pueda decir que lo que hizo lo realizó despacio, consciente, con cuidado, mirándolo a los ojos. Que lo mató y lo volvería a matar mil veces, porque ya no soportaba oír su voz dulzona, ni sus pasos a medianoche, ni el silencio cómplice de los demás. Que cada puñalada fue una palabra que todos callaban
Pero nadie quiere escuchar eso. Todos prefieren el expediente limpio, la versión correcta: la hija trastornada, el padre ejemplar.
Aprieta el chicle entre los dedos y siente que algo se rompe dentro, un clic, como un resorte viejo.
Mira al asistente social, con su vacía sonrisa de cartón y su voz blanda y meliflua. Comprende que debe dar argumentos para que todo esto acabe. Entiende que debemos asumir el rol que nos toca en la vida.
—¿Sabes? — le dice—. Al final todo empieza igual: con algo pegajoso que no puedes quitarte de las manos.
Y antes de que él sea capaz de discernir y reflexionar, ella ya ha hundido un bolígrafo en su cuello.
Luego se sienta de nuevo, tranquila, mientras el chicle se le derrite entre los dedos. Por fin... ahora ya es una verdadera asesina trastornada.
Comentarios
Publicar un comentario