REPRIMIENDOME
REPRIMIÉNDOME
Me había acostumbrado a darme la vuelta. A girarme y hacerme el dormido. A veces, incluso, solía emitir pequeños ronquidos como si Morfeo me hubiese atrapado entre sus garras y estuviese muy cerca de sumergirme en su fatal hipnosis.
En cuanto escuchaba abrir la puerta de la calle y sus pasos haciendo crujir levemente la tarima del pasillo, iniciaba mi ritual obligado.
Ella, mi mujer, siempre se desnudaba a oscuras. Apenas escuchaba caer su ropa. Notaba como se separaba el edredón y la sábana y como se acercaba a mí y me rozaba, delicadamente, con la inútil esperanza de encontrarme despierto. En ocasiones, le escuchaba susurrar mi nombre matizando con dulzura todas las sílabas. Y sus dedos se enredaban en mi pelo recorriendo mi piel con exquisita ansiedad.
Yo seguía sin moverme aunque se erizaba el deseo y la sensualidad me invadía. Ella, finalmente, ante mi quietud, mi pasividad absoluta, también se daba la vuelta y se dormía. Olía a azahar y a deseo.
Cuántas veces dudé en rendirme a la tentación. Pero tenía que ser fuerte. Sabía que por la mañana, cuando despertase, ella ya no estaría. No podría estar. Mi mujer había muerto hace diez años.
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