TARTAS
TARTAS
Desde que Carmen no está, la chica de la panadería me trata con un cariño inusitado. Un cariño y una atención que ha crecido como la espuma.
Hace tres años nos mudamos a vivir a la casa antigua de mis suegros que rehabilitamos en Perillo. Y todos los fines de semana coincidía con ella al comprar el pan.
Bueno, el pan y la tarta de manzana que encargaba todos los sábados. Una tarta pequeña. Para Carmen y para mi. Solíamos tomarla en el porche los días calurosos. Nos gustaba tomarla a media tarde mientras saboreábamos un café y después de haber dado un largo paseo por el monte.
Siempre me sonreía y era agradable conmigo, pero nunca cruzamos más palabras que las más básicas de una relación entre un cliente y una vendedora en una panadería. Pero aquel domingo en que sólo cogí una barra pequeña de pan integral ella se sorprendió profundamente. Lo noté en su mirada.
Los sábados y domingos siguientes no hicieron más que aumentar su expectación. Hasta que un día me preguntó:
-¿Han dejado de tomar la tarta de manzana?- lo dijo con timidez, mientras envolvía el pan en una bolsa marrón de papel reciclado.
Yo no dudé en contestarle:
-Mi mujer se ha ido. No volverá. Y a mi nunca me gustó mucho la tarta de manzana.
Ella se quedó helada.
-¡Perdón!- balbuceó, mientras desviaba su mirada completamente avergonzada por el hecho de haber preguntado.
-No te preocupes.- le contesté.- A veces es mejor estar sólo. Además,- repetí con insistencia acompañándolo de una vaga mueca de complicidad- ya te digo que nunca me gustó la tarta de manzana.
Y desde aquel día ella se volvió especialmente amable. Siempre me saludaba con una enorme sonrisa. En ocasiones, si no había muchos clientes, manteníamos pequeñas conversaciones sobre temas intrascendentes como el tiempo. En cualquier caso, ella no dejaba de regalarme gestos agradables que yo agradecía y correspondía de igual forma.
Un tarde, cuando yo estaba barriendo las hojas que estaban delante de mi portalón, ella pasó en bicicleta. Enseguida nos reconocimos. Se paró y se acercó. Comenzamos a hablar con la disculpa de que desconocía cual era mi casa. El portalón estaba abierto y se veían esplendorosas las hortensias que estaban comenzando a llenar de luz todos los rincones. Ella me dijo que adoraba los jardines y yo la invité a conocer la finca.
Fue un paseo agradable. Se asombró con el hermoso tejo que preside el porche trasero de la casa; le encantó el olivo que acompaña la escalinata de piedra que asciende hasta la piscina. No paraba de preguntarme por las muchas variedades de hortensias que coronaban los rincones, por el rododendro o por aquel magnolio tan preñado de flor. Pero lo que más le llamó la atención fueron los rosales que habían crecido en un lateral del muro, al pie de unos atrevidos palmitos tropicales. Habían brotado unas rosas extraordinarias, brillantes, con una riqueza de cromatidad intensísima y un aroma espectacular. Tanto le gustaron que me preguntó cual era el secreto para obtener flores tan llamativas. Le contesté que simplemente era conseguir una tierra muy bien abonada, como si estuviese viva, y mucho, muchísimo mimo con la poda.
Insistió en que debía ser un experto para obtener resultados semejantes y se lo negué. De hecho, le aclaré que ese rosal lo había plantado justo al día siguiente a la marcha de Carmen.
Ella hizo un mohín de condolencia, arrepintiéndose casi de preguntar tanto.
Y la tarde se fue mientras seguimos hablando. Cuando nos despedimos me dijo que tenía una finca preciosa y que agradecía mucho que se la hubiese enseñado. Le dije que cuando quisiese podía pasar a tomar un café. Me prometió que volvería y que traería una tarta de queso con fresa que era su especialidad.
Ella, ahora, está cada día más pendiente de mi, más cariñosa, más cercana. Todos los sábados viene a casa y trae su trata de queso con fresa. A veces se queda a dormir.
Han pasado ya cuatro meses y el ritual del sábado se ha convertido en una costumbre.
De nuevo estamos en el porche trasero observando el jardín mientras tomamos un café con un suave licor de hierbas.
La escucho hablar pero no distingo lo que dice. La miro y cruza por mi espíritu el mismo sentimiento que el día de Carmen. Me sonríe y bebe un poco de licor y me corta un trozo de tarta que sirve en mi plato. La llaman por teléfono y lo coge alegremente.
Observo la pala que hay al lado del muro. ¿De verdad nadie se da cuenta que no me gustan las tartas?
La observo mientras alegremente se ríe conversando. Y vuelvo a mirar la pala.
Pronto deberé abonar la tierra con algo vivo para que me brote un nuevo y magnífico rosal.
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