TODOS LOS DÍAS SON DOMINGO

Todos los días son Domingo

 

Sé que no lo deseabas, que todo nos fue ajeno. Pero el destino… ese permanente y cruel destino, escribe sus renglones como deciden los astros.  En ocasiones, esa caligrafía rebosa limpieza y pulcritud. En otras, se muestra gruesa y llamativa. Puede incluso ser tan tenue que pase casi desapercibida… Pero finalmente, solemne, brutal, amenazante, invade con su tinta desparramada toda la claridad de la vida… Y así fue…

Sabíamos que el camino no iba a ser fácil. ¿Cuándo es sencillo el devenir del humilde? Pero en ese largo recorrido hacia el infinito seguiríamos juntos… de la mano… cómo tantas otras ocasiones en las que tú me sustentaste, me guiaste, me sostuviste e incluso suavizaste mi caída para enseñarme, también en el rigor del fracaso y del dolor, que siempre hay una mano amorosa.

Y ahora… Tornábamos los papeles. Yo sería tu guía, tú lazarillo... Caminaríamos despacio, como si cada paso fuese un universo nuevo, y esquivaríamos el fango, las piedras, el barro, haciéndonos –en cada zancada- más fuertes, más poderosos. Porque eso es lo hermoso del viaje. Crecer al lado del otro. Sentir y vivir junto a otro corazón, y ver –con los ojos de la persona amada- paisajes nuevos, estampas infinitas, amaneceres limpios.

Ya no estás… pero sí estás. Tu estás siempre. En cada rincón, en cada ola, en cada instante y en cada domingo. Sí, porque los domingos siempre serán tuyos… siempre serán nuestros. Nuestros domingos.  Acaso por eso decidiste emprender el camino al horizonte infinito, un frágil domingo que anunciaba la primavera… simplemente para recordarnos que, los domingos, saben a reencuentros, a nuevas experiencias, a vivencias imposibles de olvidar… que los domingos nos ayudan a crecer, a sentir, a vivir… a morir.

Nunca nos gustó la soledad … Mas, ¡no temas! … Qué no te invada el desconsuelo. Nunca te alcanzará la soledad. Nunca has dejado de estar…  y ahora, en el silencio solemne que crea tu ausencia, surges en el aire que respiro, en el paisaje que observo, en la piel que me cubre, en mis besos… en mi memoria. Formas parte de mi ser y te aspiro, te siento, te acaricio, te adivino, te sueño. Fue en ese abrazo final, cuando me sujetaba a ti –como un náufrago se sujeta a una tabla- con el afán ansioso de no perderte, de no dejarte marchar, cuando sentí que siempre te quedarías conmigo. Y el retador discurso de la agónica naturaleza podrá condenar tu cuerpo al olvido, pero tu permaneces para siempre en nosotros.

Viviste con pasión. Te aferraste a la existencia con la locura de los adolescentes enamorados. Y fue tu despedida un sosegado y delicado ejemplo de entrega. Nada rompió el hechizo del momento, la magia poderosa –casi ceremoniosa y reglada- que la muerte impone a nuestros corazones. Pero la tragedia, ahogada por mis lágrimas, fue reconfortada con tu dulzura que tanto te caracterizaba y, que incluso en el drama y en la tragedia de aquel momento, se volvía hacia mí para consolarme, protegerme, cuidarme.

Inmóvil y grandiosa, esa serenidad, esa paz que nos inundó, fue la imagen del encuentro permanente de dos almas que nunca volverán a separarse. Llegaba el momento de partir, de dejarte soñar junto a las estrellas… pero también era el momento de vincularnos eternamente en nuestro espíritu.

Sé que estás bien, no puede ser de otra forma. Si existe ese Dios del que tanto me hablabas, si existe ese Paraíso soñado y anhelado que dibujabas en tus palabras… ahí estarás moldeándolo para hacerlo más bello. Y mientras el tiempo pasa, y atenúa el dolor, lo calma, lo transforma, y va secando las lágrimas, sigue creciendo el recuerdo maravilloso. Y ni la niebla espesa de invierno, ni la lluvia pertinaz del otoño, ni el calor asfixiante del estío puede borrar tanto amor que dejaste sembrado y que  -inexorablemente- nos va regalando cientos de frutos asombrosos que cada día nos recuerdan tu presencia y tu ejemplo, y que hacen que cada jornada sea muy especial

…porque desde aquel día en que te fuiste, todos los días son domingo...

 

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