MI QUERIDA MUÑECA

Nunca me gustó su mirada. Aquellos ojos de vidrio parecían contener un brillo húmedo, casi humano. Por eso, desde que me la regalaron, la coloqué en la repisa más alejada de la cama.

Cada noche la giraba mirando a la pared. Era un ritual, casi un pacto. No soportaba su mirada: esa calma vacía que parece recordar más de lo que debería.

Y cada mañana, sin excepción, la encontraba girada hacia mí, con sus ojos sobre los míos, mientras la habitación parecía oler a polvo viejo y a difunta memoria.

Una madrugada, cansado de aquel juego, le arranqué los ojos. Los lancé al cubo de basura y dormí, por fin, en paz. Al despertar, ella seguía en la repisa, con las cuencas vacías… pero los ojos, los mismos que había escondido entre los desperdicios, reposaban sobre sus manos abiertas, tibios y calientes como recién arrancados.

No lo dudé y esa noche fui más lejos. Le quité la cabeza, con torpeza, con brusquedad, con rabia. La escondí en el cajón más hondo del armario y lo cerré con la llave. Sabía que ahora ya podría descansar.
Al amanecer,  la busqué ansiosa en la repisa. Percibí, por un instante, mi victoria pues pude divisar su cuerpo desmembrado al lado de los libros pero al girarme pude encontrar sobre mi almohada su cabeza  junto a la mía.

Entonces comprendí. No era posible derrotarla, ni ignorarla, ni temerla eternamente. La tomé en brazos y la coloqué frente a mí, con cuidado, mirándonos por fin sin huir. 

Con sosiego la reconstruí... y como si fuera un pacto mudo y callado le hice un hueco en el escritorio que estaba frente a la cama.Desde entonces, ya no la giro.

Y a veces, en la penumbra, en las noches en las que me cuesta conciliar el sueño, me parece distinguir cómo sonríe, leve, satisfecha, como quien al fin ha recuperado lo que siempre fue suyo.


 

 

 



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