UN BOMBÓN
Ella siempre elegía bombones en forma de corazón. Tenía una manera ceremoniosa de desenvolverlos, como si en cada papelito brillara el eco de aquel primer regalo que él, nervioso y torpe, le había puesto en la mano aquella tarde asfixiante de calor en la que estaban jugando a aprender a conocerse. Después vino la costumbre tierna, muy inocente, que se acabó convirtiendo en un ritual ceremonioso. El primer bombón al abrir la caja siempre debía ser ese, pues morder un corazón dulce era para ella casi un rito amoroso, un recordatorio de que el cariño podía comerse, sentirse físicamente, formar parte de la esencia interior, del cuerpo, de la vida más real.
Con los años, él empezó a sospechar que no era exactamente el chocolate lo que la fascinaba, sino el gesto de devorarlo. La veía cerrar los ojos, sonreír con una ternura inquietante, y después lamerse los labios como si guardara un secreto.
Hasta que una noche, aburrida ya del cacao y acaso también de tanta ternura, decidió satisfacer plenamente su necesidad. Mientras él dormía, se inclinó sobre su pecho, buscó con precisión de experta y, con paciencia y deleite, clavó el cuchillo e hizo suyo el corazón original.
Descubrió entonces que el verdadero era más cálido, más intenso… y con ese regusto final, apenas amargo, que solo tienen los bombones de verdad. No debería haber esperado tanto tiempo para disfrutar de semejante manjar.
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