LA SEÑORITA MERCEDES

De la señorita Mercedes estaba prohibido hablar.

En el vecindario todos la señalaban y a los niños nos decían que no nos acercásemos a su portal. Pero ella era hermosa, elegante y, desde luego, siempre sonreía. Los más valientes, los que se atrevían a saludarla, recibían una chuchería y una caricia que olía a perfume caro y a honda tristeza.

Un día le pregunté a mamá. No entendía la razón de aquel desprecio. 

Mamá apretó los labios y me dijo que algunas mujeres eligen caminos que no deben ser seguidos. Pero su voz tembló como lo hacen los ramas con el invierno.
 

Algún tiempo después, una noche de estío, en esas en las que el calor permite que los niños viajemos por la oscuridad, seguí a papá sin que él me viera. Lo seguí por las calles hasta que dobló una esquina y se perdió en un callejón iluminado por un solo farol. Allí estaba ella: la señorita Mercedes.

Papá le rozó la mejilla con ternura, y ella sonrió, cansada, pero igual de hermosa que siempre.

Esa noche entendí dos cosas: que el amor no siempre vive en las casas correctas… y que la señorita Mercedes era la única persona del barrio que nunca mintió.

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