ADICTO

 

Todos somos adictos. En mayor o menor medida. Algunos lo confesamos, otros lo ocultan y hay quien, con cierta vergüenza, solo admite pequeños escarceos. Pero no nos engañemos, todos lo deseamos.

Desde la juventud, cuando lo descubrimos, casi a escondidas, como si fuera un delito, iniciamos una estrecha dependencia. De forma sutil y encubierta transitamos de su mano al mundo adulto. Hacerlo por primera vez significa cruzar la frontera definitiva hacia la madurez.

Y es llamativo ese deseo. Lo descubrimos en necesaria compañía, pero la evolución de la vida nos lleva por cualquier derrotero: y podemos acabar prefiriendo hacerlo en solitario e incluso en multitud (aunque esto último implique perder la consciencia de que es lo que en verdad nos pertenece). Pero lo habitual, lo más establecido, nos lleva a hacerlo en pareja, sea o no la nuestra o la elegida.

Y sobre preferencias… existe todo un universo.

La primacía por el mañanero se iguala con la opción del nocturno aunque todos debemos concluir que la magia de la noche, de la luna, de la brisa silenciosa, convida en sobremanera al disfrute y al deleite y agasaja los sentidos de forma excepcional. Y aun así, hay quien está dispuesto a todas horas, en todo momento y situación, que el refranero es sabio y “la ocasión la pintan calva”.

Y el rigor social y la convivencia determina e influye también en su ejercicio. Lo frecuente  es que el hogar sea el escenario y no voy a ser yo quien se atreva a incitar al desmán y a romper la familia… pero fuera de casa ¡que bien sabe! y, -no nos mostremos mojigatos y reconozcámoslo- es mucho más corriente de lo que se piensa, mucho más habitual, hasta el punto de surgir un gran negocio a su alrededor. Quizás, el de la oficina, el del trabajo,  -ese que sabe a delito, a pecado, a transgresión y flaqueza,  a perversión contra el orden y el poder- se muestra como el más sugerente y fascinante.

¡Qué vital es la juventud! Somos capaces de tantos y tantos… en todo momento y por cualquier motivo… siempre estamos dispuestos… y la edad, con su tiránica ley biológica, va reduciendo y reduciendo nuestra capacidad -que no nuestro deseo- hasta que, casi en la vejez, acabamos olvidándolo o mudándolo por precarios sucedáneos.

Para algun@s son sólo unos instantes. Apurado y brusco. Con urgencias que saben siempre a desconsuelo. Un simple destello y toca acabar, generalmente para marchar dando la espalda a la grandeza que encierra. Otr@s, en cambio, lo disfrutan suavemente, con delicadeza, con calma, sintiéndose poseid@s por una magia que emana del tacto, del aroma, del roce, del conjunto de sentidos.

Todos somos adictos. Y aunque la hipocresía y la afectación impuesta por el modernismo en el que vivimos que impone un rigor de actuación acorde a parámetros adecuados, resulta imposible negarlo: todos somos adictos.

Yo al menos lo confieso. No puedo vivir sin un café.

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