LA NOCHE VIENE FRÍA

 

Había prometido cuidarla. No de una forma vacua y superficial como, en ocasiones, se dejan arrastrar las expresiones impulsadas más por el deseo apurado que por la reflexión sensata y coherente.

Había asegurado que jamás nadie le volvería a hacer daño, que no quería volver a ver aquellas lágrimas furtivas desprenderse de sus pupilas, que no permitiría que anocheciese con la sombra de la inquietud sobre su espíritu.

Le habían hecho daño. Ese dolor sutil y cruel que ejercen los hombres sobre las mujeres, ufanos y sabedores del derecho ilegítimo y cruel -que concede la “tradición” heredada- de un sexo sobre otro.

Ese dolor retorcido, oscuro, pesado, maloliente y sucio… Un dolor que no se detectaba físicamente, que no se plasmaba en los comportamientos observados, que no se atisbaba con la mirada. Un sufrimiento que, por su invisibilidad,  se agigantaba en aflicción lacerante, lóbrega y tortuosa.

Y él, sabedor de su suprema necesidad de sanación, había prometido cuidarla, repararla, protegerla y aliviarla. Había jurado devolverle lo que otros le habían robado, lo que algunos habían pervertido.

Durante mucho tiempo él le regaló sonrisas preñadas de ternura, miradas furtivas de admiración, quietud y paz infinita, delicadeza y atención devota.

Pero los deseos son fugaces ante la tiranía del tiempo que impone sus mandatos irrevocables. Y los años se sucedieron, y los días marchitaron su esplendor y gallardía, y las noches se mudaron en inmensas y profundas

Así, caduco y anciano, asomaba ya a las mañanas sin ser capaz de reconocerse en el espejo. Su dignidad, ya sin disimular, se había fugado definitivamente para convertirse en esclavo de las atenciones de aquellas enfermeras, a las que era incapaz de llamar por su nombre, pues las palabras huían de su hueca mente como espíritus fugaces.

Nada parecía quedar de la decidida intención de quien fue antaño.  Apenas hablaba, los ojos solían estar cerrados, y los paseos –obligados y asistidos por el personal del geriátrico- eran cada día más cortos, arrastrando los pies al lado de su ya perdido orgullo. Comía poco y ayudado… nada solicitaba… y dejaba morir las horas esperando que la parca viniese definitivamente a buscarlo…

No era más que un despojo que sobrevivía en las tinieblas de una vida que se la había escapado ya hace tiempo… pero, en algunos atardeceres –como un rayo luminoso- se cruzaba un instante de lucidez, un breve episodio de sensatez, un segundo de discernimiento.

Y era en ese momento, cuando la noche comenzaba a asomar, que siempre repetía la misma frase, solicitando con delicadez, casi implorando a quien le escuchaba:

-Por favor, pueden traerme una manta para cubrir los pies de Amalia, pues la noche viene fría y no quiero que se acatarre.

Y las enfermeras, sabedoras que la imagen que revivía aquel anciano mirando para una cama vacía en la que nadie estaba solo existía en aquella cabeza huidiza, sonreían amablemente y contestaban con ternura:

-No se preocupe, ahora mismo se la traemos.

Y al oír la respuesta, satisfecho, el anciano volvía a cerrar los ojos y a entregarse al olvido despótico que lo acercaba a la muerte no sin antes regalar una última mirada hacía el vacío donde ella no estaba.

Había prometido cuidarla. Y una manta es primordial cuando la noche viene fría.

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