ALIVIO
Cuando llegaba el Carnaval, papá era inmensamente feliz.
Preparaba con mimo nuestros disfraces, llenaba la casa de alegría, hacía rosquillas y orejas y nos dejaba tomar un sorbito de licor café. Y, el martes de choqueiros, siempre se disfrazaba de mujer.
Un vestido ajustado y largo que dejaba mostrar un negro sujetador muy relleno, unos tacones sobre los que caminaba con extremada elegancia y una peluca rubia. Pero sobre todo, la cara muy pintada y los labios de un rojo carmesí que llamaban la atención.
Eran fechas de alivio, de alegría desbordada, de entusiasmo. A mamá le desagradaba esa tradición y se negaba a salir con él esos días.
El resto del año mi padre era un hombre serio y taciturno. De modales secos y poco afectuoso. Vestía traje oscuro, con corbata. Un señor de los de antes.
Solo lo recuerdo ver sonreír cuando lo espiaba desde la rendija de la puerta del dormitorio de mamá los fines de semana cuando ella iba a misa de ocho y yo y mi hermana teníamos que estar dormidas. Allí sentado en el tocador, frente al espejo, desnudo, mi padre pasaba el pintalabios por el surco de su boca mientras sonreía profundamente. Después cogía ropa interior de encaje y se marchaba a la ducha.
El desayuno siempre estaba listo a las nueve. Al escuchar abrir la puerta, comenzaba a servir la leche en los tazones y untaba la mermelada en las tostadas.
Y de nuevo el rostro serio de papá era lo único que se reflejaba en el Cola-Cao que nos preparaba.
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