EL DERECHO DE LOS ESPÍRITUS
Al principio es cierto que fuimos algo molestas. Eso de aparecerle de noche, abriendo sigilosamente la puerta del armario, o saliendo de de debajo de su cama, o musitando su nombre levemente en la oscuridad de la habitación,... reconozco que no es lo más normal.
Pero del sobresalto preliminar, de los ahogados chillidos iniciales del temblor y del pestañeo que siempre acompaña nuestro descubrimiento, pronto mudó al sosiego, a la curiosidad y, finalmente, al afecto.
Noches enteras ha jugado con nosotras sumergidas en las tinieblas. Tardes llenas de alegría, en las que hablamos de nuestras cosas y de sus secretos.
Han sido muchos años. Una amistad compartida forjada a través de la necesidad de entendernos. Ella nos adivina en el vacío y descubría nuestro frío aliento a muerte y nosotras realizábamos malabarismos con objetos con tal de entretenerla.
Pero todo ha cambiado desde aquel día en que nos preguntó como le quedaba aquel vestido azul mientras se miraba al espejo.
Y luego comenzó a escribir en su diario aquel nombre de forma reiterada. Mario... siempre Mario... y a pintar corazones rojos...
Y ahora apenas nos habla, ya no juega a encontrarnos en la oscuridad y nunca hay motivos para descubrirnos en la sorpresa...
Pues está claro... si quiere guerra, habrá guerra. ¿Quién es ese Mario para robárnosla? Era nuestra.
Tendremos que ir una noche a hacerle a él algunas visitas.
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