GRITOS
Era imposible que no fuese un secreto a voces. Y nunca mejor dicho.
Todos sabíamos en nuestro edificio cuándo la vecina del 3ºB llegaba a casa: no necesitaba timbre, porque ya venía gritando desde la calle. Gritaba al perro, a la televisión, al repartidor de las pizzas, al marido, a los hijos... Incluso gritaba a al ascensor recriminándole su retraso, y a la luz del vestíbulo si se apagaba, y hasta el eco de la escalera parecía temer bajo el poderío de su voz.
A veces nos cruzábamos con ella, a pesar de los intentos continuos por evitarla, y su saludo -tosco y zafio- se manifestaba también subido de volumen.
En ocasiones, a los gritos se acompañaban golpes en la pared y algún sonido que adelantaba la rotura de algún cristal o de una pieza de la vajilla. Todo un espectáculo al que asistíamos con una continua y precisa asiduidad.
Los motivos no solían ser relevantes. Si un descuido, si un comentario que pudiese molestarte, si algo que se había ensuciado... pero la razón siempre aparecía entremezclada entre los alaridos y la furia de tal forma que todos entendíamos lo que avalaba la nueva trifulca en la que sólo ella guerreaba.
Sonora y ejemplar fue la del mes pasado. Suponemos que su marido estaba intentando arreglar algún enchufe cuando la luz de una zona del edificio desapareció. Ni un segundo tardó en llegar el primer "inútil borrico", al que siguieron todo tipo de improperios, algunos muy subidos de tono.
No fue posible recuperar la calma, pues la electricidad no volvió, y la bronca duró hasta altas horas de la madrugada cuando todos entendimos que fue vencida por el cansancio y prefirió dormir a seguir gritando y arrojando objetos.
Al amanecer, de nuevo nos despertaron los gritos que le reclamaban al marido que hiciese las gestiones para conseguir con prestancia un electricista.
Fuimos todos aseandonos para comenzar nuestra jornada matinal y mientras bajaba a buscar el pan tuve la oportunidad de cruzarme en el descansillo con el marido de la susodicha quien -con la mirada pérdida- se dirigía a su trabajo mientras rogaba con el móvil a alguien que acudiese a arreglar la avería.
Fueron unos minutos de paz. Y cuando creíamos que la mañana iba a transcurrir sosegadamente, volvió a surgir de nuevo el sonsonete. Creíamos que era el comienzo de una nueva entrega de la tragedia auditiva que sufríamos diariamente pero esta vez fue distinto. Muy distinto.
Las voces empezaron suaves, como un murmullo, y poco a poco se transformaron en gemidos que retumbaban por todo el edificio. El del 4º pensó que alguien se había lesionado, la del 2º abandonó la idea de bajar al mercado, y el yo confieso que subí el volumen de la radio para disimular que estaba pegado a la pared escuchando.
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