POR TU PUEBLO
Se debía a su pueblo, a sus fieles. Era un objeto sagrado que sangraba bajo los ornamentos. Sus piernas se negaban a sostenerlo, sus brazos eran arrastrados por hombres que lo llevaban de un altar a otro, y cada movimiento era un recordatorio de que ya no le pertenecía nada. Los fieles lo vitoreaban, lo besaban, lo tocaban, sin percibir que sus manos temblorosas eran las de un anciano atrapado en su propio cuerpo, un cuerpo que no podía gritar, ni correr, ni caer en paz.
Durante el día, sonreía; su rostro era la máscara que todos adoraban. Pero cuando caía la noche y el eco de las plegarias se apagaba, sentía el dolor de huesos quebrados, de músculos que se negaban a obedecer, y el terror de saber que cada aplauso y cada lágrima de los fieles eran cadenas invisibles que lo mantenían preso.
A veces, miraba su reflejo en el vidrio de las ventanas: veía un cuerpo diminuto bajo los ropajes sagrados, un cuerpo que ya no podía decidir nada. La devoción lo sostenía, sí, pero también lo devoraba. Y mientras los días se repetían, idénticos, comprendió que no había salida: era un Papa eterno, condenado a existir solo para que otros creyeran, movido, exhibido, idolatrado… hasta que su humanidad desapareciera por completo.
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