CAMBIO DE IMAGEN
I
Había tomado la decisión. Tenía que dar un cambio radical a mi imagen monótona y profundamente aburrida. Un cambio definitivo y extraordinario. Un cambio que alejase ese nubarrón eterno y espeso que se ciñe sobre mi estampa de solterón empedernido y lamentablemente grisáceo.
Los años no pasan en balde.
Si alguna vez hubo el asomo de un pequeño encanto, de algo agradable, de un matiz sensual y sugerente en mi figura, de una complicidad que enganchara, se ha esfumado bajo la tiranía poderosa e ineludible del tiempo que todo lo devora.
Ahora mismo soy un ser decadente y caduco. Si acaso, si algo pudiera sugerir en los demás, sería lástima. Esa lástima generosa que surge del espíritu noble al observar a otras almas menguadas y disminuidas.
Me miro al espejo y sólo encuentro un cuerpo decrépito, una mirada pérdida y un alma difusa.
Y no deseo acabar mis años de esa forma.
II
Sonrojado, completamente sonrojado, con la mirada pérdida, aquí me encuentro. Mi ropa deportiva parece un semáforo, aunque comparada con la de las compañeras y compañeros que me rodean, más parece propia de un funeral que de un gimnasio. En grupos, unos hablan de alimentación, una pareja habla de masaje oriental, y más allá tres chicas acuerdan quedar mañana para hacer jogging. Se respira salud por todos lados. Llega la profesora y nos mira con esa sonrisa beatífica y permanente que parece cosida a su boca, esa sonrisa que nunca le abandona. Jamás. De hecho el día que me la encontré en el supermercado, naturalmente en la zona de productos ecológicos y veganos, la reconocí por esa sonrisa. Empiezo a pensar que se le ha quedado la cara así y que ya no puedo mudar ese gesto.
Comenzamos la clase de Pilates. Tendido en mi esterilla intento seguir los ejercicios y controlar mi respiración. Pero mis puñeteros pulmones se empeñan en hacer lo que quieren y eso de las tres formas de respirar (diafragmática - abdominal o baja, pulmonar- torácica o intercostal y clavicular o alta) no aparecen en mi cuerpo. Me agito, abro la boca y aspiro aire, pero no soy capaz de flexionarme en ese silencio y equilibrio en el que insiste la profesora. Esa clase y mi postura sobre aquella esterilla es un drama, un cuadro cubista que invita al llanto.
III
Se hace tarde. Hoy he caminado los ocho kilómetros que me impone la rutina de mi preparador a pesar de que el viento golpeaba son saña. Naturalmente llevaba puestas mis zapatillas nuevas de caminar, con un suela que garantiza una óptima tracción, con la flexibilidad adecuada, con la mediasuela de equilibrada amortiguación y sensación blanda, y con el upper (¡me estoy haciendo un especialista!) que se adapta a mi pie pero permitiendo la adecuada transpirabilidad al tiempo que protege de frío y humedad.
Cada día me gusta menos caminar. Yo antes corría, pero mi preparador afirma con rotundidad manifiesta –casi parece un juez dictando sentencia de culpabilidad al reo- que con mis años esa práctica deportiva es muy agresiva con mis articulaciones y que debe ser sustituida por otras como el Pilates, el Yoga y la caminata, además de las obligadas sesiones de gimnasio supervisado.
Además lo que hago no es caminar. Cuando uno camina… camina. Lo que hicimos toda la vida. Pero no… No puedo caminar así. Tengo que llevar la espalda erguida, contraer los glúteos, forzar las abdominales, mantener también esa puñetera respiración que yo no sé dónde se encuentra, la mirada fija y un ritmo constante de zancada. Definitivamente, eso no es caminar… Eso es hacer público escarnio de una mortificación física sin que sepas que pasa a tu alrededor pues tienes que controlar tantas cosas y factores que aunque se produjese la aparición del avistamiento de un OVNI sería imposible enterarse.
IV
Abro la nevera. Tengo apetito. Al volver del gimnasio pasé por delante de la hamburguesería. Ahora ya no entro allí. Me está vetado. Pero, en ocasiones, paso por delante y aspiro el aroma, y me quedo unos segundos con ese olor, esta vez sí con la única respiración que yo conozco, llenando mis pulmones y mis células gustativas. Comienzo a segregar saliva como los perros. Y me digo que algún día… algún día, podré darme un homenaje. Pero mi entrenador personal sigue insistiendo que aun no estoy preparado para vencer en esas batallas y superar esas tentaciones. Dice que en unos años, quizás. Y a mí me parece una eternidad.
De pronto observo todo lo que hay en mi frigorífico: soja texturizada, un poco de Tempeh, quinoa, el kéfir necesario, sésamo, fruta deshidratada, copos de avena, tofu y unos caquis. Hoy, en mi dieta, me toca ensalada a la que puedo añadir 50 gramos de pechuga de pavo pasada en harina de espelta y sólo un par de minutos en la parrilla con una gota de aceite de oliva.
Cierro de nuevo la nevera. Se me han ido las ganas de comer. Además hoy tengo cena del gimnasio y debo cuidar mi alimentación. Sabré que eso es un exceso.
V
Miro mi armario. Desde hace unos días mi ropero parece un cuadro naif. Hay allí hay colores infinitos, incluso algunos, tengo la sensación, se acaban de descubrir recientemente. Cierto que yo era un poco soso y que solo tenía prendas azules, alguna marrón, un poco de negro y algo gris, y decenas de camisas blancas. Pero desde que llegó a mi vida mi personal shopper me visto como los niños de E. Infantil. Llevo amarillos, rojos, verdes, lilas, morados. Un día parezco una cebra, otro día una mariposa, y algunos me identifico con todos los invertebrados.
Me cuesta mucho salir a la calle de esa forma. También es cierto que salgo poco pues ya me insiste mi personal shopper que la importancia de una buena imagen es que tampoco sea excesivamente observada. Pero, sin duda, aunque salgo poco si que me siento observado. Ella dice que me observan porque marco tendencia. Pero yo no lo tengo tan claro.
Hoy tengo cena del gimnasio. Escojo la ropa. He visto películas de Alfredo Landa donde yo encajaría perfectamente con lo que me voy a poner. Pero, insisto, debo esforzarme por cambiar. Era decrépito.
En ese vaivén de emociones me manejo diariamente. Menos mal que hoy tengo consulta con mi psicólogo. Fue casi una imposición cuando tomé la decisión de cambiar de vida. Había tantas contradicciones en mí… tantas… que pensé que sería una buena idea que alguien me acompañase en ese camino. Y fue precisamente mi entrenador personal el que me aconsejó que charlase con un amigo suyo. Era psicólogo… naturalmente argentino. Lauttaro Sorní. Pedí consulta y llevo ya varias sesiones que él prefiere denominar “encuentros de sensibilidades”. En ellas me insiste en la necesidad de que aprenda a gestionar mis emociones, que no puedo ser tan emotivo, que debo establecer una regulación de los sentimientos, planificar el alcance de mis actos y cauterizar mis dolores emocionales hasta difuminarlos en el horizonte emocional general. Yo, lo que creo, es que me quiere decir que debo ser menos llorón, menos sentimental y menos afectivo.
He cogido un transporte público para acercarme al local donde tenemos la cena. Mi compromiso con la sociedad y el entorno también ha pasado a ser una prioridad. Es quizás lo que mejor llevo. El local se llama “El Huerto Comprometido”. ¡Ese nombre no me inspira confianza! Pero eso es fruto de mi herencia anterior que tanta mala huella ha dejado sobre mí.
El lugar está poco iluminado. Muchas velas, olor a incienso, y una música relajante y tenue. Nos sentamos. Me toca al lado de la pareja mayor que acaban de llegar de India, de vivir unas experiencias interiores increíbles. El menú aparece recogido. Lo miro y no me sorprendo:
· Buddha bowl de arroz integral o Ensalada de higos con tofu.
· Seitán al horno con boniato y verdura escalibada o Pasta integral con boloñesa de soja texturizada.
· Tarta vegana con alubias, uvas y pistachos o Crumble de manzana vegano con avena.
Sin duda, sé que es apasionante pero no despierta especial interés en mí. Cuánto me queda por evolucionar. La conversación a mi alrededor gira sobre la experiencia vivida en el hinduismo. De las obligaciones del Satya y el Dharma a la necesidad de dominar el Kama para poder alcanzar la Moksha. Yo pensé que era una persona algo cultivada intelectualmente pero me doy cuenta que soy un analfabeto por mucho que haya leído a Cervantes, que me encante la poesía de Quevedo y Góngora, y que intente escribir como lo hacía Delibes, vigilando el lenguaje pare evitar su deterioro real. Nadie levanta la voz, nadie parece inmutarse ante los comentarios y sugerencias, todo es beatíficamente correcto. Y además nadie ha preguntado cómo ha quedado España, que hoy jugaba la semifinal del Mundial de Baloncesto frente a Serbia… Bueno, quizás sea que el Baloncesto vuelve a ser un deporte minoritario.
Tenía ganas de un chupito, pero todos mis compañeros optan por un Té, en sus múltiples variedades (Negro, Rojo, Verde, Azul…). Y yo sin saber nada de la paleta cromática de las infusiones.
VI
¡Qué dios me perdone! Y todo el Universo. Pero he pecado… Coño, si he pecado.
Hoy me he comido una hamburguesa con doble de bacon y queso. Mucho Ketchup y vino. No ha sido un vino, ha sido media botella de Rioja Alavesa… ¡Dios, que placer!
Ya pequé desde que me levanté. No fui al gimnasio ni a caminar. Me puse mi viejas zapatillas Saucony y me he metido 12 quilómetros, respirando como podía, y los dos últimos a un ritmo que parecía un Keniata en la final del Marathon de Nueva York. Luego, naturalmente, no he estirado. Ducha de agua caliente y cerveza.
Y claro… tenía hambre. Pantalón vaquero, camisa blanca y cazadora azul. Un clásico. Mi asesora dirá que arcaico y decimonónico. Pero yo me sentía guapo. Y bajé…. Racioncita de pulpo picante con un buen vermut. Y luego la hamburguesa y el vino. ¡Dios tenga en su gloria a Ramón Bilbao por crear una bodega tan reconfortante y terapéutica!
Y ahora estoy aquí. En mi cafetería de toda la vida. La dueña se sorprende al verme. Hace ya seis meses que no paso por allí. Nos saludamos como si hubiese estado ayer. Sólo quiere saber si me encuentro bien. Asiento y le digo que estoy intentando cambiar mi vida. Me mira con cara rara, no me juzga, sólo me pregunta:
-¿Qué le pasaba a tu vida?
Y luego, acaso sabedora que no sé qué contestar, me pone lo de siempre. No necesito pedirlo. Allí está mi Macallan con una piedra de hielo en vaso ancho.
Me habla de sus hijos, del ERE de su marido, y me pregunta si yo me encuentro bien… Y me caen algunas lágrimas. Y me hace reír. Y sonrío. ¡Cuánto más barato me sale esta terapia que la de mi psicólogo argentino!
Joder… he pecado. Pero desde luego siempre resulta más atractivo el Infierno que el Cielo.
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