CUESTIÓN DE FE
I
-Oh Señor, Creador y Redentor de todos los fieles, otorga a las almas de tus sirvientes difuntos la remisión de todos sus pecados; que, por sus súplicas piadosas, puedan obtener ese perdón que siempre han deseado.- y las palabras brotaban de los labios de Don Miguel como si fueran una entonada música que, acorde con el escenario, creaba un marco plácido de serenidad.- Otorga esto, Oh Señor, quien vive y reina por los siglos de los siglos.
Un “Amén” musitado, dejado caer como las hojas que languidecían en el suelo, fue repetido por los asistentes. Un “Amén” que se me escapó del espíritu sin que mis labios pudieran pronunciarlo.
El viento golpeaba con saña los viejos robles del cementerio. Tanta era la brusquedad que parecían gemir e inclinarse ante la poderosa fortaleza del aire que, enfadado, levantaba imprudente la gravilla del suelo. Siempre me había parecido hermoso, singular y extraordinario, aquel pequeño camposanto que se erigía al lado del mar, como si el infinito, el auténtico cielo que esperaba a las almas comenzase su viaje eterno sobre aquellas aguas azules. El muro encalado, el forjado barroco de las puertas, las recias rejas de hierro secular, las tumbas alineadas que marcaban el camino, los ufanos panteones… y flotando en el aire, la brisa sensual de las aguas del bravo océano y el profundo aroma a sal y frescura. Todo allí era delicado y armónico. Una armonía más propia de la perfección y de la quietud, una armonía que invitaba a la ensoñación y a la paz. Por eso nunca entendí que aquel fuese un lugar de dolor, de llanto, de pena. Nunca entendí que se pudiese llorar en los cementerios… Y mucho menos, en ¡aquel cementerio!
- Escucha, Señor, nuestras súplicas y haz que tus siervos, que han salido de
este mundo, perdonados de sus pecados y libres de toda pena, gocen junto a ti
la vida inmortal; y, cuando llegue el gran día de la resurrección y del premio,
colócalos entre tus santos y elegidos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Dadles
eterno descanso, Oh Señor, y que Tu luz perpetua brille sobre ellos.
Quise entonces, mientras la rítmica letanía columpiaba mi alma inquieta, observar los rostros de los más cercanos. Confieso que el pudor y la propia vergüenza me lo había impedido unos minutos antes.
- Que descansen en paz.
Repetimos todos un nuevo Amén.
-Señor, dales el descanso eterno.- más yo, ajena ya a la oración, brincaba con la mirada en el grupo más cercano.
-Y brille sobre ellos la luz eterna.- respondimos de forma inmediata.
-Descansen en paz y su alma y las almas de todos los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz.
En el momento en que la dulce musicalidad del responso de Don Miguel finalizó, fue cuando comenzó verdaderamente la inquietud. Primero encarnada en la tragicómica imagen de los sepultureros; nunca he podido encontrar el mínimo rasgo de sobriedad en esa función. Nada más alejado de la rigidez de la muerte y de todo lo que le rodea que las maderas, la paleta de obra y el cemento fresco. Después, el interminable desfile de abrazos, la tormenta infinita de palabras interminables que te musitan al oído, los besos mustios carentes de frescura.
Absorta a todo ello, mis ojos seguían escapando hacia mis dos hermanas. A pesar de estar a algunos metros de mi podía sentir la honda pena que les consumía. Podía casi oler la infinita angustia que las atenazaba y notaba la amargura de sus lágrimas veraces. Y aunque el consuelo de los asistentes me tenía a mi principalmente como destino, mucho había de verdadero en su dolor que hizo conmover a los acompañantes para convertirlas también en protagonistas. Y tengo que decir, que todo ello me alegraba y me reconfortaba, e incluso alejaba de mi la inquietud del momento.
Se alargaba la situación pero la lluvia vino a rescatarnos. El agua, siempre el agua, regresaba para ser mi fiel aliado. El viento había dejado de soplar pero, apretando el frío las vísceras como si quisiera ahogarnos, comenzó a caer un verdadero aguacero.
Todo fue muy rápido. Unos paraguas apurados se abrieron y nos condujeron hacia los coches que la Funeraria había puesto a nuestra disposición. Casi sin pensarlo y, más por la impotencia que había creado la meteorología, las tres hermanas nos dirigimos al mismo vehículo.
-¿Te importa, Celia, si vamos contigo?- había preguntado Macarena.
Creo que ni tan siquiera contesté. Simplemente me aparté algo de la puerta para dejarlas pasar como si supiera que eso era lo que todas deseaban y lo que también querría nuestra madre. Supongo que esa era la decisión final. Volver a reunirnos.
II
Que me llamaran Celia fue obra de Don Miguel. Él y nuestra madre habían compartido pupitre durante varios años. Forjaron una amistad poderosa, esas amistades entre hombres y mujeres ajenas a la atracción física pero llenas de devoción espiritual. Un lazo irrompible de admiración mutua y eterna. Mamá no entendió que Miguel escogiese el Seminario; y Miguel no había entendido tampoco que aquel mismo año mamá comenzase a robar tiempo a su amistad para dedicarlo a un joven apuesto que estaba en 2º de Bachiller. Fue la única vez, y así me lo confesó ella, que su relación de afecto y admiración se tambaleó como si un terremoto la sacudiera. Pero pronto los dos descubrieron que podían y debían seguir alimentando su cariño.
Con el paso de los años Miguel se convirtió en Don Miguel, y comenzó a ejercer su labor pastoral en las parroquias más difíciles de la ciudad. Mamá, tras conseguir plaza de profesora en un pueblo cercano, decidió formar una familia. Pronto nacieron Macarena y Carmen. Casi seguidas, y las dos con la viveza y el empuje materno. Algún tiempo más tarde, quedó embarazada de una nueva niña. Fue en ese momento, cuando en una visita de Miguel a casa, en aquellas visitas casi ceremoniales que se producían todos los sábados y donde el invitado siempre era él, se decidió mi nombre. Entre los niños que Miguel atendía de forma especial en la parroquia de La Milagrosa, una iglesia en la barriada más humilde de la ciudad, había una niña vivaracha, ágil, cariñosa y dulce que había caído enferma. Fruto del abandono y la desidia familiar, enfermó gravemente. A pesar de las gestiones del párroco cuando conoció la situación e incluso de su traslado urgente al hospital, nada se pudo hacer por salvarla. Nada!!
Aquel sábado Miguel no acudió a la cita gastronómica en la casa familiar. Ni al sábado siguiente, ni al siguiente.. Todo ello produjo un gran desasosiego en mamá. Parecía que la amistad se iba a romper de nuevo. Pero un día sin esperarlo, sonó el timbre. Papá abrió la puerta; allí estaba Miguel. Ninguno de los pronunció palabra. Juntos se acercaron y se sentaron a la mesa, y mientras papá le servía vino y mamá depositaba una bandeja de canelones, Miguel dijo: “por favor, ponedle Celia a vuestra hija”.
III
Cogí con firmeza la taza del café. El aroma inundaba con tanta fuerza la estancia como el perfume conquista el aire para someterlo. Fue Macarena la que se atrevió a romper el silencio que comenzaba a ser molesto y pesado.
-Me encanta poder estar las tres juntas, de nuevo.- y mientras se ajustaba la blusa para escoger de nuevo las palabras adecuadas, añadió- Ojalá pudiese estar mamá con nosotros, pero estoy segura que nos está viendo.
-Sin duda, Macarena.- confirmó Carmen- Aunque sea tarde volvemos a estar reunidas otra vez.
Pero había tan poca alegría en el comentario que este sonó triste y angustioso como los lamentos que escapan del dolor. De nuevo, eludimos mirarnos y solo se escuchaba el tintineo de las cucharillas en las tazas que me recordaron el recio rumor de las campanadas en el camposanto.
Hacía tres años que no compartíamos el techo familiar. Tres largos años desde que Carmen discutió con mamá. Yo, en mi habitación, como un espectador anónimo, sufrí de forma infinita las hirientes palabras que se lanzaron. Es cierto que tampoco a mí me agradaba su relación con Mario. No entendía que ella fuera capaz de sacrificarlo todo por él, mientras él continuaba con su matrimonio esperando un momento que nunca llegaba para iniciar una nueva vida. Ahora no es el momento, le repetía a mi hermana. Ahora mis hijos me necesitan y no debo abandonar mi casa, insistía cuando Carmen le exigía que tomase una decisión. Y Carmen intentaba olvidarlo pero siempre con Mario en su pensamiento. Y siempre volvía y siempre comenzaba de nuevo la pesadilla.
Un día mamá no calló. El carácter recio que le caracterizaba mudó en justicia implacable. Y sentenció: “No te consiento que te sigas humillando y que nos humilles a todos. No te merece pero estás empeñada en volverte servil e inútil. Pero con tu comportamiento nos ofendes a todos”. La justificación de Carmen de nada valió. “Es mejor que te vayas. Aquí, en tu hogar, ya no te reconocemos. No tienes ninguno de los valores que tus padres te enseñaron”, y después de aquellas palabras de mamá sólo recuerdo un profundo y durísimo silencio. En ocasiones el silencio es tan ruidoso que produce un severo malestar. Es ese silencio que permite escuchar tantas y tantas cosas, cosas tan insignificantes, cosas tan banales, que ese silencio no para de recordarte el vacío de tu vida. Porque eso fue lo que nos dejó la marcha de Carmen, un inmenso vacío llenos de reproches interminables.
IV
Tras el café insistieron en ayudarme a recoger las cosas de mamá. A pesar de que les reiteré varias veces que prefería hacerlo otro día, ellas no querían dejarme sola.
-Ya has estado sola demasiado tiempo.- había dicho Macarena- Tú has sido quién ha cuidado, atendido y ocupado de mamá todos estos años. Se lo debemos a ella pero también te lo debemos a ti.
La miré con cariño, con esa devoción con la que los niños admiran a sus héroes.
-Déjanos estar a tu lado, por favor.- volvió a insistir Macarena. Y en su tono de voz latía la emoción contenida que surge del sentimiento encarcelado durante mucho, muchísimo… demasiado tiempo.
Siempre había amado a Macarena. Mi hermana por excelencia. Es cierto que a las dos las quería mucho, pero Macarena, por ser la mayor, había ejercido como madre, guía y consejera. Tenía esa magia infinita que nace de la complicidad de los espíritus en el cosmos: me miraba y sabía lo que sentía, lo que necesitaba, lo que quería. Tan unida estaba a mí como separada de mamá. La suya fue una relación de alejamientos continuos. Ningún acontecimiento determinó que dejaran de hablarse. Creo que cada día que pasaban juntas más se alejaban la una de la otra, como dos trenes en sentido contrario; hablaban menos, se miraban menos, se necesitaban menos. Un día Macarena aceptó una oferta de trabajo en Chile. Era una gran oportunidad laboral pero estoy convencida que lo que determinó su elección fue alejarse de aquel aire viciado que enturbiaba la vida familiar. Tras su marcha, algunas llamadas telefónicas, cada vez más esporádicas. Y sin darnos cuenta, dejaron de producirse. No hay peor vacío que el distanciamiento anónimo y progresivo. Y Macarena desapareció de la vida familiar como desaparece la niñez de nuestras vidas. A veces, un recuerdo, un aroma, una estampa que nos devuelve aquel tiempo, pero tan fútil y tenue que apenas dura unos segundos.
Lo de Macarena fue unos meses antes que lo de Celia. Aquel fue el año maldito. Mamá no parecía recuperarse de la muerte de papá, y la fortaleza de su carácter comenzó a declinar. Aquel invierno barrió con crudeza todos los suspiros de su vida, y la pérdida de mis dos hermanas se clavó en su ser como un cilicio permanente que la mortificaba. Es cierto que yo seguí a su lado, pero mamá no volvió a ser la misma.
V
-Toma, estos pendientes de plata y azabache debes quedarlos tú, Carmen.- y se las acerqué a su mano mientras una lágrima esquiva se afanaba por morir en su mejilla- Mamá siempre decía que tenías unos ojos tan bonitos que se podrían vender en una joyería.
-Es cierto.- retomó Macarena con la dulzura que siempre había en su voz.- Mamá siempre alababa tu belleza.
-Mamá decía que había tenido tres hijas y tres joyas.- replicó Carmen deseosa de confirmar nuestra complicidad de antaño.
-Tres joyas en bruto y sin labrar.- añadí con una sonrisa.
Y nos reímos y nos fundimos en un abrazo lleno de pasión y de urgencias temporales. Un abrazo que debía haber sido una obligación mucho antes. No sé el tiempo que estuvimos así pero tengo la sensación que el mundo dejó de girar durante varios minutos.
Y al acabar, como si la magia se hubiese vuelto a romper, fue cuando Carmen me preguntó por la enfermedad de mamá… El silencioso y cruel Alzheimer.
VI
-No hay duda. Siento ser claro con el diagnóstico. Pero es mejor que le pongamos nombre para intentar ponerle algunos frenos.- el médico nos miró como el juez que te condena con vergüenza al presidio sabiendo que no eres culpable.- Es Alzheimer, también denominada demencia senil de tipo Alzheimer (DSTA) o simplemente alzhéimer tipo 1.
Un nuevo silencio. Incómodo y largo. Un silencio que el propio facultativo se vio obligado a romper.
-Es una enfermedad neurodegenerativa que se manifiesta como deterioro cognitivo y trastornos conductuales. Se caracteriza en su forma típica por una pérdida de la memoria inmediata y de otras capacidades mentales, tales como las capacidades cognitivas superiores, a medida que mueren las neuronas y se atrofian diferentes zonas del cerebro.
Parecía que estaba dando una conferencia ante universitarios y debió notar en nuestra mirada la necesidad de una explicación más cercana.
-No sabemos cómo se puede comportar la enfermedad, pero parece en este caso ser muy agresiva. Suele tener una duración media aproximada de… - el silencio fue tan angustioso que se vio obligado a buscar algo para excusarse- varios años, dependiendo del paciente y de los remedios y atención que se le dedique- y supongo que añadió como sentencia que debía tener preparada para el consuelo- aunque esto puede variar en proporción directa con la severidad de la enfermedad.
Cuando llegamos a casa comencé a entenderlo todo. Los cambios en la personalidad, el deterioro de la capacidad, la dificultad cada vez mayor para comunicarse y transmitir sentimientos, la pérdida de memoria, el agitado cambio de estados de ánimo, los problemas de orientación y atención. Todo ello había comenzado algo antes de la agonía de papá. Nadie nos dimos cuenta de ello. ¿Nadie? Miento.
-Mamá sabía que tenía Alzheimer desde hace bastantes años.- les confesé a mis hermanas- Me lo dijo al regresar del médico el día del diagnóstico.
-Que fortaleza tuviste. Sabiendo la dureza de esa enfermedad aguantaste a su lado, cuidándola y atendiéndola- las palabras de Macarena estaban llenas de una admiración sublime como la de un devoto a su Dios.- Nunca olvidaré que siempre decía que en ti se reflejaban a la perfección las siete virtudes del catecismo.
La fe, volvía la fe a enmarcarse en mamá. Las siete virtudes, como olvidarlas!!!; humildad, generosidad, castidad, paciencia, templanza, caridad, diligencia. La fe que mamá nos transmitió y que la identificaban. La fe que le había servido para tolerar la crudeza de la vida, para entender su dolor, para aceptar sus errores.
-Tú fuiste su único asidero, la persona que la sostuvo hasta el final de sus días- y aquellas palabras de Carmen removieron todas mis entrañas.
Mamá sabía que enloquecía. Qué aquel maldito Alzheimer estaba acabando con ella, pero lo que era peor, con todo lo que quería. Fue el Alzheimer el responsable del alejamiento de Macarena, un alejamiento nunca comprendido; fue el Alzheimer el que gritó y condenó a Carmen aquel día dramático. Y fue el Alzheimer el que me hizo llorar desconsoladamente aquella noche. Llorar tanto que rivalicé con el diluvio con que el otoño estaba condenando a las calles de la ciudad. Recuerdo que mamá abrió la habitación y me abrazó en la noche oscura y húmeda, mientras yo no dejaba de llorar.
Fue unos días antes del fatal desenlace. Unos días hermosos en los que mamá era otra. Una persona alegre, vital, cariñosa. Recuerdo también que aquella noche, mientras cenábamos noté extraña que en su mesilla había una pastilla más de las que formaban la toma habitual. Recuerdo la sonrisa delicada y la dulzura de su voz cuando me pidió que le llevase un vaso de agua a su mesilla de noche. Y no podré olvidar la mirada profunda y ardorosa que me regaló y aquella sentencia que ahora entiendo perfectamente: “si algo me pasase, júntate a tus hermanas”.
Y recuerdo también los gritos de angustia al día siguiente cuando no se despertaba. La llamada angustiosa al 091. La voz mecánica de la telefonista; la sobriedad del médico certificando la defunción; los vecinos generosos; los abrazos anónimos; las llamadas telefónicas; las gestiones en la funeraria… pero sobre todo, recuerdo, cuando estamos escogiendo la ropa adecuada, aquella caja plateada en el bolsillo izquierdo de su bata de casa en cuyo interior había un blíster de saxitoxina. Un blister en el que faltaba una pastilla y una caja que le había regalado su amigo Miguel el último día que decidió visitarla…
Fue en ese momento cuando todo lo entendí.
-Por favor, niñas, necesito hablar con Don Miguel.- les supliqué a mis hermanas.
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