SIEMPRE HAY ALGUIEN PARA QUIÉN ESCRIBIR (II)


No sé cuánto tiempo había estado internado. Cierto, había perdido la cordura… eso que llaman en la sociedad, el adecuado comportamiento normativo respetuoso con el buen proceder. Había perdido la razón simplemente porque soñó con la perfección. Curiosa contradicción; el destino te acerca a la belleza y después te recuerda, inexorablemente, que no puedes admirarla.

Había salido del manicomio. Perdón… Clínica de rehabilitación de la salud Mental… Un puto manicomio dónde convivía con verdaderos locos… con tarados… con tipos que se les había escapado completamente la “olla”… Bueno, también es cierto, que había gente como él; gente que no entendía las normas sociales; gente cuyo corazón pesaba más que el resto del cuerpo; gente llena de sentimientos incapaces de controlarlos; gente buena, dócil, generosa pero incapaz de domar su espíritu de entrega.

¡Qué puñetera es la sociedad!  Resulta imposible que valga más un noble gesto de entrega, un apasionado beso furtivo, una sonrisa cómplice de generosidad, un abrazo reconfortante lleno de pureza, un roce casi virginal lleno de matices de inocencia, que todo aquello que está escrito sobre cómo y en qué situación debemos comportarnos. Somos parte de una sociedad establecida, y hay unas normas, y todos debemos respetarlas y acatarlas.

Eso le repetía constantemente su terapeuta en el puñetero manicomio. Perdón, Clínica de rehabilitación de la Salud Mental.

No estuvo tan mal allí. Y al final… acaso porque no se metía el dedo en la nariz y enseñaba sus mocos a nadie, o acaso porque no participaba de los “numeritos” del desnudo, de los gimoteos, de los golpes histéricos o de la somnolencia constante, pasó a ser el paciente privilegiado.

Muy pronto, todos los que allí trabajaban le habían cogido cariño. Después del primer “chute” de medicación que le dejó casi dos meses vacío y sin recuerdos, casi como un fardo abandonado, comenzó a ser mirado de otra forma. En aquel puto… ¡llamadle como queráis!... pronto se hizo un hueco especial. Hablaban con David con una extraña complicidad y muchos le preguntaban qué había sucedido para que allí lo acabasen recluyendo.

El, a todo ello, sólo respondía de la misma forma: “admirar la perfección”. Y los profesionales se reían de forma cariñosa al principio, y poco a poco, fueron cuestionándose aquella sonrisa para ir profundizando con él en lo que de verdad había sucedido para que se produjese esa crisis que lo llevó al internamiento urgente por parte de la Administración…

Pero él insistía: “sólo admiraba profundamente la perfección”.

Una tarde, paseando por el pequeño jardín de la clínica –ya no era un puto manicomio pues ya no era considerado un verdadero tarado-, su joven terapeuta, Marga, le insistió:

-¿Qué fue de verdad lo que te hizo repetir casi un millón de veces “escribo para ti”?

David levantó la mirada del suelo. Las margaritas afloraban. Llegaba la primavera. Observó los ojos azules y profundos de Marga. Eran bonitos. Muy bonitos. Solo pudo sonreírle.

-David, por favor, contéstame.- le insistió la joven terapeuta. Y rompiendo las reglas le cogió con delicadeza la mano a aquel señor que peinaba muchas canas y que se parecía al padre que había perdido hacía ya dos años.- Por favor, dime que razón había.

El volvió a mirarla. A mirarla como se siente la pureza del día en los amaneceres fríos de estío. Nunca había hablado de aquello porque sabía que nadie le habría entendido. La miró con ternura y le recordó, en aquella imagen que se concentraba ante sus pupilas, que él también había sido joven y había soñado con cambiar el mundo y hacer la vida de los que le rodeaban mejor.

Y de pronto, como si su corazón se elevase al infinito, las palabras se le escaparon:

-Marga, imagina por un instante, solo por un instante que el cielo existe. Que ese estado de beatificación inmensa dónde el placer y la sensación de bienestar se confunden hasta matar el tiempo y el espacio se hace dueño de tu ser. Imagina que por un simple segundo tienes la oportunidad de ser un Dios, un alfarero de lo divino, un creador de la inmensidad. Imagínate que rozas, sientes, acaricias, observas, la completa perfección. Imagínate que todo se detiene para que nada exista salvo el conjunto de lo inmutable, de la esencia más pura.

Marga se giró hacia él. Y ella, en su juventud radiante, lo testimoniaba.

-Supongo, David, que eso es imposible. Nadie puede sentir eso en la tierra. Nadie, por mucho que ame, por mucho que sienta, por mucho que  aspire. Lo que me cuentas es casi un sueño filosófico, o un mito de aquellos místicos religiosos que soñaban con alcanzar el Paraíso.

Y David, con un gesto tan claro y veraz, lo afirmó.

-Pues seguramente tengas razón y to estoy loco pero yo creo que fui dueño de todo ello.

Y lo afirmó con tanta rotundidad, con tanta claridad, con tanta certeza, que por primera vez aquella joven, doctorada en Psiquiatría y uno de las personalidades más eminentes del futuro de la ciencia en el país, dudaron seriamente de toda su formación.

David volvió la mirada al suelo. Y continúo observando como afloraba la primavera en aquella tarde de marzo.

Llegó el mes de junio y eran obligadas las revisiones de los pacientes para establecer las modalidades de internamiento. Los que en aquella reunión estuvieron afirman que nunca vieron a Marga tan comprometida con un caso como el de David, y la insistencia permanente en que debía salir de la Clínica (“el puto manicomio”). Había informes en los que se insistía en que descuidaba su alimentación, que era inconstante en la toma de la medicación, que tenía muchas noches de insomnio, que no se concentraba adecuadamente en el conjunto de actividades. Pero la opinión de Marga fue definitiva, especialmente porque hablaba de él como se habla de alguien a quien se quiere parecer los que parecemos “normales”. Y finalmente añadió que sentir, sentir como el sentía, era el mejor ejemplo de su cordura. Hubo quien le alertó de los riesgos de su decisión. Pero al final prevaleció la decisión de la terapeuta.

La tiranía del verano, en ocasiones, se hace cruel. Aquella mañana en la que David abandonó la Clínica –ese lugar extraño de locos- el sol golpeaba con dureza a los viandantes.

Le sorprendió el ruído, el bullicio, la alegría inmensa de la ciudad. Es curioso, pero la vida continúa aunque nosotros no estemos en ella. La vida nunca se para.

Eso le gustaba. En el fondo siempre había creído que no somos más que piezas de un fantástico puzzle que crea el destino para conformar el sucesivo devenir. Y que debe ser así, porque cada instante es una historia nueva que da lugar a un sueño nuevo y a una ilusión nueva.

Adoraba la ciudad. Adoraba tomar un vino en los Olmos o en La Barrera. Adoraba su ciudad herculina como quién adora su tesoro más preciado. Olía a mar por todos lados, y Coruña está creada para sentirse. Ninguna otra ciudad en el mundo tiene tal condición sensitiva. Coruña se huele, se vive, se siente, se acaricia, se disfruta, se llora, se come, se paladea, se ama…. Se ama de forma infinita.

David volvió a ser David. Retomó la escritura. Sus amigos allí estaban para cuidarlo y de alguna forma todo volvió a ser como antes… ¿Cómo antes?... ¿Cómo antes de cuando?

Es igual. Todo volvió a ser lo que la gente llama “normal”.

Y pasó el verano. Y llegó el otoño. Y la lluvia golpeó las calles creando una hermosa melodía. Y casi, al final de ese otoño, cuando ya se anticipaban las Navidades sucedió. Todo volvió a suceder.

Era diciembre. Atardecía y la oscuridad se adueñaba, en silencio, de los rincones. Él tomaba un café en un establecimiento de la  Plaza de Lugo.  Su café y su whisky de malta eran algunas de las “excepciones” que añadía a sus recomendaciones médicas por “el bien de su salud mental” (estaba claro que el concepto de loco no era el mismo para todos). Y allí, mientras escribía unas notas en su agenda sobre un relato de violencia de género, la vio…. La vio. Hermosa, vital, llena de energía. La vio. Iluminando la tarde que oscurecía. Iba acompañada de su pareja y de sus hijos y reía… reía feliz… reía… y miraba las luces de navidad que comenzaban a encenderse

La vio…. Los vio… Y el cielo volvió a surgir como cuentan que le pasó a Santa Teresa. La diferencia es que el no llevaba cilicios, ni se mortificaba, ni estaba en ningún convento encerrado. Pero aquel día de diciembre la perfección volvió a aparecer.

David acabó su café y su whisky. Sonrió. Sonrió profundamente y se sintió agradablemente bien. Y tomó la decisión. Se levantó, pagó su cuenta dejando una buena propina, y se marchó sin girar la cabeza.

Eran las diez y media de la noche cuando Marga recibió la llamada de la Clínica. Estaba cenando con su novio y le molestó aquella llamada.

Pero, al oír lo que le contaban, no lo dudó.

-Me acercaré ahora mismo.

En el vestíbulo de la Clínica está él sentado. Sonríe con una expresión de plena felicidad. Marga entra y lo mira. Se entienden. Casi no tienen ni que hablarse.

Él sólo le pide permiso. Lo necesita.

-Tengo que quedarme a escribir muchas, muchas, muchísimas horas sobre la verdadera perfección. Hoy si que me he dado cuenta de cuál es.

Marga nada le dice. Lo acompaña a una habitación retirada de las demás. Y le abre el ordenador. Y el comienza a escribir sobre aquella mujer y su familia…. Y a Marga se le llenan los ojos de lágrimas al comprobar cuanta belleza hay en esas frases que van conformando el relato más hermoso jamás narrado... jamás narrado en aquella Clínica que ya no es un puto manicomio, sino un lugar preñado de sentimientos.

Amanecía, y el rocío empapaba y la hacía temblar como una frágil hoja. Al entrar en su dormitorio, vió a su pareja adormilado en la cama. Se desnudó con rapidez y se abrazó a él, sintiéndole la piel y el calor que le robaba para gratificarse. Él se giró aun dormido y le sonrió. Pero ella no deseaba solo su sonrisa. Deseaba abrazarlo, poseerlo, tenerlo. Hicieron el amor con pasión, con una pasión exagerada, casi brutal, pero al mismo tiempo, con una dulzura infinita. Al acabar, rendidos el uno sobre el otro, Marga lo miró y le dijo:

-Te quiero… te quiero mucho… pero sé que existe un sentimiento infinito, inagotable, increíble que se basa en la admiración completa, en la perfección. Ojalá algún día pueda experimentarlo aunque sólo sea en un instante.

Él volvió a besarla y a abrazarla, y comenzaron de nuevo a quererse…. Y mientras tanto, en algún rincón de una Clínica donde el sentimiento nacía a borbotones, se escuchaban las teclas de un ordenador golpeadas sin pausa mientras en la pantalla aparecían hermosos relatos sobre la vida, sobre la grandeza que supone sentir, soñar y vivir. Porque la vida, siempre vale la pena y... Siempre hay para quien escribir.

 

Comentarios

Entradas populares