INUNDADO DE LÁGRIMAS
Imbuido en la inquietud que sacude mi espíritu, con el alma muy desvencijada y muy rota, tenía pensado escribir un cuento sobre misteriosas sensaciones que influyen en la aparición de eso que llamamos terror.
La intención no era otra que apartar de mi mente la zozobra que, en ocasiones, embota el discernimiento, castra mi ya escaso ingenio, y golpea con saña mi sentimiento. Quería escribir, imaginar, idear un relato de misterio.
Y pensé en partir de una aparición. Poco original... lo admito. Revivir al difunto. ¡Eso es un clásico! ¡Demasiado reiterativo! ¡Muy poca imaginación!
Cierto, tampoco en esto de idear argumentos tengo talento. A veces pienso que Dios, el cielo, el devenir o a quién le corresponda en el éter difuso de la creación asignar las virtudes, se olvidó de darme al menos algún pequeño tesoro.
Por eso mi cabeza seguía con el mismo hilo argumental, intentando crear inquietud al hablar de la muerte. Pero soy, ciertamente, un completo desgraciado, un atípico e insensible especimen, impropio de la raza humana.
Pues cuando pienso en difuntos, en aquellos que se fueron, lamentablemente no me crea ningún desasosiego. No me sugieren zozobra, ni desasosiego, ni la más mínima congoja, ninguna tribulación.
Y además, yo creo firmemente, que los que mueren nunca se van definitivamente de nuestro lado salvo que deseeemos enterrar su recuerdo, que es mucho más complejo y difícil que enterrar un cuerpo.
Es por ello que, como decía que tenía el alma desvencijada y que aunque pretendía escribir un cuento de apariciones, mi pensamiento voló -yo creo que se encaminó conscientemente y guiado por el destino espiritual- a aquel rostro que ahora apenas soy capaz
de dibujar con recuerdos; a mi madre, muy semejante a la de muchos...
Y por eso quise recuperar unas palabras que escribí hace tiempo sobre ella y que, en las ocasiones oscuras, adquieren más significado.
Era mi madre una mujer humilde, callada, con pocos estudios... Una mujer que vivió
una guerra y una posguerra; que vivió el drama de la soledad quedándose
viuda cuando apenas empezaba a vivir;cercenada de su entorno y abandonada en una gran ciudad en la que todo le era extraño y hostil; una mujer que tuvo el arrojo de
criar sola a tres hijos; que contaba el tiempo por las horas que podía
trabajar en el día y que siempre eran más de las que uno podía
sospechar; que sabía conciliar y tener momentos de calidad para enseñar a
sus cachorros que la gente debe valorarse por lo que lleva en el corazón
y no en el bolsillo; una mujer que lloró de sana alegría cuando sus
hijos alcanzaron los objetivos profesionales que ella no fue nunca capaz
de imaginar; una mujer que hizo país, patria, sociedad; una mujer que
vivió una República, una larga Dictadura, que saludó la democracia con
sabia prudencia, con miedo, esperanza y una callada alegría, y que en todos los tiempos supo
estar; una mujer que murió como vivió, sin llamar la atención, casi de
puntillas, de repente, como para no molestar...
Aquella mujer que secaba mis lágrimas, que rehabilitó mi alma en tantas ocasiones, que iluminó mi camino en noches oscuras y que marcó mi destino con su ejemplo
El
recuerdo de todo ello, de tantas enseñanzas y de tantos esfuerzos, de
tanto amor y ternura, me lleva a pensar en las muchas mujeres
que diariamente siguen haciendo lo mismo que hicieron otras muchas
"madres" a lo largo de los siglos, como si fuera un rol obligado que se
perpetua de generación en generación en el sexo femenino, y que los
hombres nunca hemos sabido apreciar, valorar, y sobre todo, y esto es lo
más importante, compartir... ¡compartir!
Hoy sigo
sorprendiendome de la "madre" que educa, cuida, mima, forma a los hijos
que compartimos... Esa "madre" que veo reflejada en otras muchas
figuras, y que parece "reencarnación" de aquellas otras -u otros- que ya nos han
abandonado...
Iba a escribir un cuento sobre apariciones. Pero mi alma, desvencijada y rota, necesitaba de mimos, de afecto, de cariño, de dulzura, de enseñanza, de guía. Y surgió ella para hacer todo eso y repetirme -como tantas veces me susurró-, que no se puede vivir plenamente sin sufrir y sin amar y que, por muy dura que sea la vida, siempre vale la pena.
Inundado de lágrimas que ha secado con ternura materna un espíritu grandioso, ya no me apetece escribir sobre apariciones. Pues algunos creerán que son cuentos de niños...
¡Que estúpidos! Si no has sentido nunca una aparición es que, en verdad, no has vivido plenamente la vinculación espiritual de las almas.
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