LA MIGRACIÓN DE LAS ALMAS

 

LA MIGRACIÓN DE LAS ALMAS

Siempre que clavaba mis fauces en una presa sentía la misma angustia que en aquel lejano verano. La ley soberana de la naturaleza… unos tienen que morir para que otros vivan… y la maldita migración de las almas que siempre pensé que era un reclamo de nuevas religiones para mantener viva la espiritualidad.

Todas las veces sentía lo mismo; el dolor punzante, agudo y cruel, y se repetía la misma sensación tras una larga carrera detrás del antílope, hundía mi mandíbula en su garganta y mientras mi víctima agonizaba, mi mirada se escapaba a las cumbres montañosas del Kilimanjaro, que me recordaban permanentemente aquella inolvidable tarde de profundo cielo azul frente a mi casa en las Montañas Rocosas.

Había tomado la decisión, no había más alternativa. El dilema estaba entre su codicia o mi ética. Al principio no pude creerlo. No podía entender que mi socio de siempre, mi amigo, casi mi hermano, estuviera desviando fondos de la fundación de Nueva York a una cuenta en las Islas Caimán. Tenía que haber sido un error. Ojalá lo hubiese sido, pero era culpable, y no dudé en denunciarlo. Aquella tarde me disponía a salir de casa para acudir a las autoridades. Conmigo llevaba todos los documentos que demostraban el fraude.

Sonó el timbre. Monótono, ruidoso, pero en cierto modo me alteró aunque jamás pensé quién podía estar detrás de la puerta.  Cuando la abrí solo recuerdo aquellos ojos fijos, llenos de sangre, y el cuchillo veloz hacia mi garganta. Y luego, mientras la vida se me iba, desfilaba ante mí la sombra poderosa, alargada y mentirosa de mi socio.

Lo más cruel de aquel final fue escuchar el panegírico que mi asesino hizo en mi propio funeral, mientras sonaba de fondo aquella mítica canción de Cat Stevens. Alabó mi honradez, mi amistad, mi hombría, y como epílogo, acaso como si fuese una maldición, recordó su creencia en la reencarnación, finalizando entre las felicitaciones de los asistentes con un: “Andrew seguirá viviendo entre nosotros”…

Y ¡maldita sea!, aquí sigo, en la ardiente sabana, cumpliendo el ritual de la naturaleza y esperando ansioso que un rico americano, de dudosa moral, se le ocurra hacer un safari en África.

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