CRISTAL

 El niño pegaba la frente al cristal hasta sentir frío en los huesos. Eso le confortaba, le hacía sentirse vivo, sentir otra realidad. Afuera, la vida era un murmullo lejano, como un sueño que se repetía siempre igual: risas, pasos, el sol moviéndose lento por encima de los tejados. Dentro, en cambio, el aire estaba denso, quieto, tan espeso que parecía quedarse atrapado en sus pulmones.

Sabía que no debía hacer ruido. Los pasos al otro lado de la puerta escuchaban todo. Cuando olvidaba esa regla, la manija se movía, lenta, como si alguien quisiera recordarle que no estaba solo. Entonces el niño temblaba, y se quedaba horas sin respirar fuerte, con el corazón apretado contra el vidrio, como si pudiera escapar a través de él.

El tiempo no existía allí. Solo la rutina del cristal y el eco de su propio cuerpo. A veces veía su reflejo en la ventana y no lo reconocía: la cara pálida, los ojos demasiado grandes, la boca cerrada como un secreto que no debía decir. Tenía miedo de que un día el reflejo se moviese por sí solo, sonriera distinto, y le dijera que él no era real, que lo único real era el encierro.

Nunca había tocado la tierra del otro lado. Nunca había sentido el viento que movía las hojas. Pero sí había sentido la respiración detrás de la puerta, ese aliento invisible que lo vigilaba, paciente, como si esperara a que se olvidara de las reglas.

El niño, a veces, pensaba que la ventana no estaba para mirar afuera. Que estaba para hacerle ver lo que no tendría jamás. Y que el verdadero ojo no era el suyo mirando hacia la calle, sino el de alguien que miraba hacia adentro, siempre, desde la oscuridad detrás de él

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