ENCERRAR EL MAR

Lucas, con manos de arena y corazón de niño, cavaba un pozo en la orilla donde el mar cantaba su canción eterna. Buscaba encerrar la vastedad azul, atrapar el susurro salado que se escurría entre sus dedos como el tiempo que se niega a quedarse.

Cada ola era un verso rebelde que luchaba por romper la prisión de tierra que el niño construía, una caricia fugaz que escapaba entre sus palmas temblorosas. El agua no era agua: era memoria líquida, un río de sueños imposibles que se derramaba siempre hacia el horizonte, hacia lo infinito.

El sol, ese viejo pintor que lentamente teñía el cielo de oro y melancolía, parecía contarle que la vida misma es un océano que no se puede encerrar, que no hay hoyo suficiente para contener la vastedad del cambio y el tiempo.

Lucas sintió que el pozo se llenaba de ausencias y suspiros, que en cada escape del agua se iba un pedazo de su infancia, esa orilla que se aleja con la marea, dejando solo huellas borrosas que el viento borra sin piedad.

Se levantó, con el corazón tan líquido como el mar que intentó retener, y entendió que el océano no se atrapa ni se detiene. Que la vida es ese ir y venir constante, un vaivén que nos enseña a soltar, a navegar aunque el horizonte se disuelva en la bruma.

Y mientras miraba el agua que se escapaba, recordó que no solo el mar se escapa: también el amor, ese fugaz suspiro que toca el alma y se pierde entre los dedos, recordándonos que amar es aprender a dejar ir.

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