CUESTIÓN DE GUSTOS
A orillas del Sena, como un suspiro de hierro que se eleva hacia el cielo, la Torre Eiffel se yergue majestuosa, vigilando París con su silueta inconfundible. A sus pies, los Campos de Marte se extienden como una alfombra verde que invita al descanso y al asombro, donde familias, parejas y viajeros se detienen a contemplar su majestuosidad, como si el tiempo se ablandara ante tanta elegancia.
Observo al fondo la École Militaire con su sobria elegancia castrense, el Pont d´lena, la amplia explanada del Trocadero y, sutil como un sueño, el Palais de Chaillot.
La noche me abraza generosa regalándome una de las estampas más hermosas que los ojos pueden observar.
Y lloro. Lloro profundamente.
Lloro y maldigo aquel rescate en el mar embravecido en el que sólo a mi me salvaron de aquel atestado cayuco. Pero sobre todo maldigo aquella postal de París que él tenía colgada en la pared desconchada y humedecida de nuestra chabola en Dakar.
Supe siempre que debía haber sustituido aquella fotografía por un espejo. Simplemente para que él viese sus ojos reflejados y encontrase, de verdad, lo que era la belleza.
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