LA PACA

La Paca siempre fue la viuda más hermosa de todas las que visitaban el cementerio. Fiel a la cita con su difunto marido, cada viernes llegaba al atardecer con sus flores y su regadera y, elegante y voluptuosa, me pedía que le ayudase con la escalera para colocar la ofrenda en el cuarto nivel de nichos. Luego, al despedirse, me regalaba una sonrisa generosa mientras mis ojos se perdían en su atrevido y sensual escote.

Fueron varios años en los que cimentamos esa maravillosa relación semanal de admiración y deleite pasional. Pero desde que ha llegado Javier, el joven aprendiz que ha mandado el ayuntamiento, todo ha cambiado. 

La Paca ya no me busca a mi. Siempre se dirige a Javier y este, muy amable, incluso le acompaña en la subida de la escalera asiéndola por la cintura de una forma que yo creo que es muy poco decorosa.

No paran de regalarse miradas y, en ocasiones, noto que también se tocan las manos cuando se intercambian las flores que se retiran o se colocan.

Y el cementerio, un lugar santo, no puede permitir este tipo de actos impuros. 

Por eso estoy ahora aflojando las tuercas de la estructura de la escalera. Hoy, cuando asciendan para limpiar la lápida, el alma del difunto castigará tanta lascivia exacerbada. 

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