DESPRECIO

 -Estamos en paz.- le dije, serio, pero sin ningún tipo de acritud.

La amargura amontonada a lo largo de la vida ya no me causaba dolor. Habían sido muchos instantes de desprecio, de olvido, de desaires, de profundo vilipendio, de completo desaliento, de ruda aspereza. 

Él siempre tenía que ser el hijo favorito, el hermano que todo lo sabía, el modelo a imitar, el objeto de todas las alabanzas. Y fiel a su soberbia, me fue aislando, relegándome, inundándome de desafecto, de abandono, de indiferencia. 

En los últimos años ni tan siquiera se rebajaba a mirarme, ni a dirigirme la palabra, ni a permitirme compartir con él espacio o momento. 

Y ahora allí sentado en el porche de la casa de la playa de nuestros padres seguía sin mirarme, ni hablarme, ni dirigirme la más mínima atención. 

Seguía siendo igual de cruel, de despiadado y desalmado. Sumido en su soberbia se recostaba sobre el sillón que comenzaba a humedecerse y mancharse de rojo. Y él... ni una sola palabra, ni una sola mirada... a mí, que siempre he sido su hermano. Su único hermano.

Pero esta vez no se lo tomé a mal. Podría ser que los dos ojos ensangrentados y el trozo de lengua que estaban sobre la mesa, entre restos de vísceras y sangre, pudiesen servir de disculpa para su habitual silencio despreciativo.

 

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