EL SEÑOR PAULINO
El señor Paulino rebosaba humanidad. En la vida hay a quien le sobra prepotencia, remilgos, soberbia, arrogancia, altanería, envidia, maldad o vileza.
No era el caso del señor Paulino... a él solo le sobraba cordialidad y mansedumbre; esa docilidad y ternura que hacen especial a una persona y que condiciona y determina su actitud.
Apenas le conocí. Le veía, en ocasiones, recogiendo a sus nietos y lo observaba -como quién observa escrupulosamente estudiando la especia humana- en la búsqueda de su secreto.
Tengo que reconocer que lo analizaba con detenimiento, minuciosamente, pues me llamaba de forma poderosa la atención su singular y llamativa prestancia.
Su distinción no prevenía de su condición social. Era evidente que no le rodeaba una gran fortuna, ni tan siquiera una condición social elevada derivada de un reconocido estatus intelectual o laboral. Pero latía en sus gestos, en sus ademanes, en su lenguaje, en su mirada, en todo él una dignidad suprema, una simpatía extrema, una sugerente superioridad moral.
Unas breves conversaciones, siempre enriquecedoras, ágilmente rematadas con una sabia ironía. Y siempre, de forma constante y reiterada, el cariño desbordado que sobrepasaba las atenciones delicadas que mostraba a los niños y la mansedumbre generosa que regalaba a los adultos.
La vida, siempre diversa y en ocasiones muy cruel, se lo llevó en silencio sin que fuéramos conscientes del saqueo injusto del destino.
Supuse -como sucede de forma habitual en el transitar de las jornadas- que había perdido la oportunidad de conocer más a fondo a una gran persona. Pero el devenir de las etapas nos hacen ocuparnos de nuestros menesteres y nos obligan a rendirnos a la realidad diaria, obviando los asuntos más relevantes.
No volví a pensar en él... Al menos no, habitualmente.
Hace unos días encontré a su mujer paseando por la calle del brazo de su hija. Cruzamos unas palabras educadas y, cuando ya nos íbamos a despedir mientras le insistía en la necesidad de dejarse ver más, me habló del vacío que tenía desde que se había ido su marido...
Y en la inmensidad de aquellos hermosos ojos entendí ya definitivamente la oportunidad que me había perdido de conocer a fondo la grandiosidad con mayúsculas. Había tanta admiración en aquellas bellísimas pupilas, tanta devoción...
Ahora, como una obligada inclinación de mi espíritu, rondo la calle para toparme de nuevo a a la señora Elida, haciéndome fortuitamente el encontradizo, y buscar -en aquellos ojos- los valores perfectos del ser humano... los valores que se desbordaban en el señor Paulino.
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