TRISTEZA
Solemos pensar que el semblante de la tristeza se pinta como esa ausencia de expresión y emotividad, los párpados caídos, el rostro arrugado, un cierto temblor del labio inferior, las comisuras tensas e inclinadas, la mirada perdida o anclada en un punto del vacío, los ojos vidriosos, la voz entrecortada, la dificultad para el aliento...
Pero la tristeza tiene mil caras y mil facciones muy diversas. Como si de un carnaval grandioso se tratase aparece escondida tras la ausencia infinita, tras la querencia de la mentira que se escribe con amplia sonrisa y falsa seguridad, tras soberbios discursos ególatras que enmascaran figuras petulantes y narcisistas.
Rostros mustios pellizcados de falso entusiasmo que muda en devociones insustanciales y vanas, en licencias obligadas de nimias ocupaciones que cubran -como máscaras carnavalescas- la verdadera estampa del alma.
La tristeza puede mudar y mostrarse incluso elegante, sobria, sofisticada, aportando una prestancia imaginaria absolutamente falsa.
Y la tristeza, naturalmente, también surge poderosa, violenta y prepotente, casi desnudándose como despótica, abusiva y autoritaria, para evitar mostrar flaquezas ni debilidades
Pero la tristeza no es realmente nada de eso... O lo es todo a la vez... la tristeza es el aprendizaje vital más genuino pues surge de nuestras carencias, de nuestras ausencias, de nuestras debilidades.
Y además frente a la impenetrabilidad - que podríamos definir como la característica de la materia por la cual un cuerpo no puede ocupar el espacio que ocupa otro cuerpo- la tristeza se muestra porosa para que, en ese constante aprendizaje del destino, sepamos rellenar los huecos de la vida con aquello que algunos llaman felicidad y que yo denominaría estado de beatitud. Esos instantes mágicos, maravillosos, indescriptibles que permiten encontrar sentido al devenir diario. Esos momentos esenciales que permiten respirar, desear, sentir y vivir... vivir plenamente.
En nuestra mano está saber pues conjugar la porosidad de la tristeza de tal forma que se equilibre -como en una esponja- su auténtica finalidad. Y así poder mudarla, por un instante... ¡pero que grandioso instante!... en felicidad.
Ese solemne segundo en que el mundo se para y todo encaja para ser... extraordinario.
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