MORRIÑA

Cuando el sentido comenzaba a avivarse alejando la ensoñación para acariciar la realidad era lo primero que encontraba: los ojos profundos de Amalia.

Luego, en el aseo matutino, se esmeraba con el mismo celo aprendido de ella para componer su pulcritud y poder estar a su altura.

Saludaba a la mañana con el aroma de un apurado café solo y entrelazadas sonrisas cómplices. 

Salía de casa y cortésmente, el gesto siempre afable, iba regalando saludos y ademanes cordiales a la gente que encontraba a su paso al tiempo que intentaba que los breves momentos de conversación y trato amable no borrasen la imagen femenina que mantenía grabada en su cabeza.

La eficiencia en el trabajo, su equilibrado magisterio, su recto proceder, no eran óbice para olvidarse de ella. Y, por momentos, la imaginaba a su lado, ordenando su mesa, o simplemente abriendo o cerrando una puerta de algún despacho.

Finalizada la jornada, anhelaba encontrarla al doblar la esquina y coincidir en el regreso para acompañarse juntos hasta el hogar. Callejeaba sin prisa oteando  -entre las urgencias y premura de los viandantes que no querían ser conquistados por la noche que llegaba-en la búsqueda de su estampa distinguida, elegante y hermosa.

Cuando abría la puerta de casa aspiraba su aroma con tanta ansia que parecía el estertor último de un agonizante. Y era en ese momento, en el momento que la luna ya indicaba que el día expiraba, cuando caía preso de la morriña y entendía plenamente la etimología de la palabra. 

Y se agigantaba la casa, y el dormitorio y la cama, y todo era demasiado grande, desmedido, excesivo.

Y sabía que debía dormir, cerrar los ojos para volver a imaginarla. 

Sin Amalia un día más.

Mañana tocará volver a recrearla al amanecer para sentir, de nuevo, su presencia.

 

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