TARDES DE PARQUE

Nos habíamos acostumbrado a bajar a el parque cuando Elena nos lo decía. Nuestra hermana mayor era la que determinaba el tiempo que estábamos entre aquellos toboganes oxidados, la herrumbre del balancín que manchaba la ropa y los columpios gastados. Había ocasiones en las que llovía y yo insistía a Elena en regresar a casa. Pero ella me decía que me aguantase, que me pusiese debajo del tobogán o en la zona del arenero cubierto. 

Y allí estábamos viendo pasar la tarde. Mi hermano pequeño y yo intentando jugar y Elena manteniendo la mirada fija en el portal de casa. Sólo cuando ella resolvía regresar se acababa el tiempo del parque. 

Nos ordenaba sacudirnos bien la arena y nos alisaba el cabello. Subíamos contentos las escaleras porque mamá siempre nos esperaba en la puerta con los brazos abiertos. Todos sonreíamos menos Elena que ni siquiera cruzaba una palabra con mamá. En silencio y con la mirada perdida se encerraba en su habitación de un portazo. 

Esas tardes de parque Elena nunca cenaba a pesar de que eran los mismos días en los que mamá iba al supermercado y traía cosas muy apetecibles.

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